martes, 3 de noviembre de 2009

Mi terrible insomnio

Anoche no dormí nada debido a mi terrible insomnio. 

Sufrí contando ovejas como loco hasta que se me coló una tortuga entre ceja y ceja. Pensé en un diazepán. No había. Eran las tres de la mañana y a esa hora lo único que podía prolongar, con todos mis intentos por dormir, era el tamaño de mis ojos abiertos que ya parecían dos pelotas de vidrio cuarteado-y eso que dicen que soy medio chino-.

Pensé en leerme las escasas ediciones de nuestro amigo Pardavé, por orden de mi psiquiatra, o las 24 ediciones completitas de Los Andes. Lo hice. Y aunque no me crea empecé a agarrarle curso a la modorra… hasta que tropecé con la columna de Sofía Bejarano… y de nuevo con los ojos hecho vidrio molido.

Y me dije: un bendito insomnio no me puede ganar.

Prendí el televisor desde el control remoto y encendí por error el equipo a todo volumen, y de paso, desperté a los vecinos de a lado junto a sus cuatrillizos de tres meses y medio que chillaron como si Herodes los estuviera matando. Tiré el control remoto, salté desesperado a desenchufar el equipo y lo hice tan bien que lo arranqué de la pared y me quedé con la toma de corriente en la mano junto con un chispazo de 500 mil voltios que fulminó mi lámpara de pie.

Pero qué importa mi lámpara, pensé, mi única intensión era dormir y eso iba hacer… claro, después de que los padres de los cuatrillizos terminaran de maldecirme y de hacer dormir -de nuevo- a su prole. Mientras tanto regresé a oscuras hacia mi cama. Me enredé con el cable del televisor y me caí sobre la alfombra donde casi me trago el control remoto. Me arrastré, me agarré de algo y la lámpara de pie me cayó sobre la cabeza.

Y creo que fue lo único que funcionó porque al despertar me di cuenta que eran casi las ocho de la mañana. Salí disparado a trabajar y me regresé, también disparado por una frase que me lanzaron en plena avenida: ¡inmoral! …porque nadie en este mundo se va trabajar en calzoncillos.

Me vestí desesperado.

Volvía a salir.

Me encontré con un par de sonámbulos que cargaban unos cuatrillizos a punto de lincharme. Me pasé de frente, llegué al paradero y la gente me miró como un bicho raro. Me di media vuelta, regresé. Tenía el pantalón al revés y los zapatos de distinto color. Pero qué mala suerte, eran casi las ocho de la mañana y no podía vestirme bien todavía.

Volví a salir.

Me subí a una combi repleta y me estrené de contorsionista. Me agarró un calambre en la columna vertebral y me doblé hacia una señora que casi me pega una cachetada porque creyó que la quería besar. Me doblé hacia el otro lado y había un grandulón fisicoculturista que también pensó lo mismo. Me cobraron el pasaje. Me di cuenta que no traía la billetera. Me bajaron en medio camino a Puente Nuevo. Intenté regresarme a pie y veinticinco pirañas me cerraron el paso.

Me subí a un taxi de nuevo a mi casa.

El taxista que me llevó era un buen hombre, y lo era porque cuando le conté mi desgracia por el insomnio de anoche me entendió y me esperó en la puerta de mi domicilio a esperar que sacara dinero y le pagara. Pero cuando supo que no tenía la llave –porque la había olvidado adentro de mi casa- y que no podía entrar, me persiguió con un hacha hasta la comisaría de la Huayrona desde donde escribí esto por el resto de la noche porque tampoco tuve sueño.

¿Habrá -digo yo- algún organismo u ONG que se interese por la salud de este insomne vecino de san Juan de Lurigancho?

Pásenme la voz.