Luego
de algunos meses -estos últimos- de mundanos experimentos -planchando, lavando,
quemando el arroz y bañando al perro- en el intento de habituarme a la rutina y
el anonimato perpetuo, he terminado convencido de que la cosa no va para más.
Primero
porque me acabo de enterar que las medias de vestir no se planchan, que las
planchas de la señora no se lavan, que el arroz se lava pero antes de cocinar,
y que al pobre perro la ducha con detergente le inocula inmediatamente la huída
despavorida del hogar.
Por
lo tanto, y al igual que las muchachas embarazadas por quinta vez, siento que
no queda otro remedio que el regreso –claro, después de encontrar al perro y
dejarlo hecho un anís para que la señora no nos mire con rabia-.
Es
un regreso extraño.
Uno
se queda pensando en las miles de dudas que le llueven peor que la lista de
útiles escolares en estos días. Al final uno regresa con el rabo entre las
piernas. Porque, ya había un libro por ahí, algunos cuentos, varios artículos
desperdigados, alguna que otra idea que se va, viene y de nuevo se traspapela
-y ahora más- entre cada recibo y nuevas obligaciones más enredadas que los
tallarines de la abuela. Y siempre pasa que uno las acoge, luego las abandona.
Se enamora tanto, regresa, se entrega y una vez en el espasmo de cerrar los
ojos, de fluir alguna nueva idea, se vuelve a extraviar porque es como una
maldición el no estar feliz si no es cerca, estar tan cerca o dentro de ella.
Es
el mandato interior que Miguel Gutiérrez bien llamaba: Esto que tal vez nadie
leerá. Porque fíjese usted; quién diablos le ordena a uno quedarse hasta las
tres de la mañana escribiendo sobre un anciano filántropo que nadie conoce, o
después de apagar el televisor, pensar en la triste evolución de la existencia
que puede ser lo mismo referirse a su involución, porque el hombre mientras más
avanza retrocede y mientras más retrocede también avanza. Cada paso hacia atrás
le abre la visión de lo que tiene al frente y se siente más poderoso, y
mientras más poderoso el hombre más débil es el ser humano.
¿A
quién le importa esto?
Seguro
que a más de uno, y a uno también.
Le
debe pasar a usted que todavía tiene la capacidad de sorpresa.
Al
mirar las atrocidades que el ser humano suele cometer debe sentir algo de
repulsión por algunos de esos genes que nos multiplican. En qué clase de mundo
o sociedad se quedarán los que nos suceden. Un padre desnaturalizado ultraja a
su hija de apenas meses de nacida. Otro dispara y deja parapléjica a otra niña
porque es simplemente un asaltante que mata para vivir, y uno, como dice
Sabines, que no tiene piel, se hiere, da vueltas -como el perro- sobre el mismo
hecho ajeno y por más que se distancia, al final termina consumido por los
hechos –ajenos-.
Por
ejemplo, hoy de la nada me acaba de asaltar una lluvia casi apocalíptica. Puede
parecer un tormento caminar así, enlodándose los zapatos y cada vasta del
pantalón, con los hombros mojados. Claro, es agradable dejarse abrazar por la
lluvia de vez en cuando. Pero de pronto me encuentro con miles de caracoles que
aparecen para nadie al pie de los arbustos que rodean un parque, esos caracoles
invaden las veredas solitarias, salen de sus escondites como apresurados, sin
dejar rastro alguno y sin una dirección exacta. Se arrastran ciegos, lentos,
moviendo, subiendo y bajando sus acuosas antenas, tan lentos que parecen
detenidos desde mis ojos, pero se mueven en medio de un mimetismo grisáceo,
oscuro, a la sombra.
Uno
se detiene frente a ellas. Las observa. Algunas están molidas porque algún
salvaje que pasó por ahí nunca se fijó en la danza de caracoles que se crujían
debajo de sus pies. Es en esta calle, a la espalda y las dos laterales que
bordean este parque. Por qué justo después de caminar ensopado por la lluvia
uno se detiene a ver este cuadro invisible. Quién sabe. Deben ser los puchos de
sorpresa que nunca se acaban.
Uno
regresa invadido por algún nuevo motivo para escribir. Se introduce en sus
adentros. De pronto todo desparece, reina el silencio absoluto y luego no queda
nada más que asumir la voluntad de los fantasmas interiores. Entonces uno no
sabe qué puede suceder después. Más aún si de pronto, sobre la paz de la
habitación, a mitad de la madrugada, en medio de la calma retumba una voz:
-Son
las 3 de la mañana… a qué hora vas a apagar la luz!!!
-Si
amor… ya voy.
Siempre
hay algo que uno no entiende –como el alfabeto chino o la reelección de Burgos
en San Juan de Lurigancho-. Y cada vez entiendo poco del alma humana.
Basta
con mirar las noticias en señal abierta. La televisión nacional en su
naturaleza ya es una enfermedad que produce tupidés mental -porque nos dejan
con el cerebro tan tupido que para salvarlo habría que taladrarlo con una broca
de tipo excavación minera-. Especialmente los noticiarios matutinos, esos con
los que uno termina formateándose el cerebro cada mañana convencido de que la
vida vale menos que un tarro de leche vacío, y que zamparle un hachazo limpio
al vecino del tercer piso que no nos deja dormir no sería mala idea.
Es
un dilema dejarse llevar, arrastrarse a la sistemática función televisiva de
los medios que más parecen un octavo. A uno se le carcome el cerebro porque al
final sucede lo mismo que en la política donde el que tiene el deber de decir
algo se calla. El que debe callar -tratándose de las sábanas del otro- lo dice.
El que dice algo -necesario para desasnar la sociedad-, se queda, pero sin
chamba -especialmente si trabaja para el canal del Estado-. Y el que calla algo
teniendo la obligación moral de decirlo a gritos de paciente de Essalud, lo
hace porque sabe que buscar trabajo en estos tiempos es prácticamente una
lotería y que eso de asaltar bancos en Gamarra ya no es negocio.
Sin
duda existen alternativas en cuestión de medios –que nos salen a mitad de
precio-: la prensa escrita, el internet, mudarse a Suiza o esperar sin boleto
en la cola de la reencarnación; pero como nada en este mundo es exacto puede
que uno regrese convertido en mono y continúe haciendo payasadas -a la que
estamos acostumbrados-, ya no desde una curul del Congreso, o desde una
candidatura presidencial como la de Keiko Fujimori y su hermanito Kenyi –eso
sin contar con el golpista Yoshiyama quien postula para vicepresidente- , pero
sí desde una rama seca que es como va quedar nuestro cerebro.
Y
es cierto.
La
situación habrá cambiado como país, podremos estar mejor económicamente. La
economía nada tiene que ver con el espíritu individual del ser humano. ¿Y a
quién diablos le interesa el espíritu individual del ser humano, digo?
Como
alguna vez dijo Bejarano: Al final uno termina hablando como un loquito de algo
que a nadie le interesa.
El
hombre ambiciona más por naturaleza, alcanza mayores cosas, se deslumbra con
los números y se descontrola; se compara con un dios; pero desinformado también
le dice adiós a su esencia, y qué es el hombre sin esencia humana; un animal
más.
Por
eso digo: gracias debemos darle al desodorante, al jabón, al cortaúñas y las
máquinas de afeitar, porque sin ellas seríamos los mismos cavernícolas de
antes. Porque antes decir permiso era lo mismo que meterle un garrotazo en la
nuca al que estaba adelante, o enamorar a una pariente de la mancha familiar
era lo mismo que arrastrarla de los pelos hasta la cueva –y siempre, previo
garrotazo en la nuca- y terminar preguntándose por qué no despertará la señora
si sólo se le hizo cariñito.
El
antiguo homo erectus, salvaje por naturaleza, parece regresar por estos
tiempos, y aunque algunos decidieron convertirse en homo sapiens y se respetan
como tal hasta hoy, algunos han optado por meterse de lleno al homo-sexualismo
y andan por ahí besándose frente a la catedrales con el fin de provocar
escándalos.
Por
ejemplo, en la época de las cavernas al viejo nómade del sur le costó un ojo de
la cara -y la pierna, un brazo, el medio cuerpo a veces- aprender lo que su
colega del norte ya sabía. Que darse un paseíto por la zona de los
pterodáctilos, tetradáctilos y gigantosaurios exigía mínimo una extremidad como
peaje correspondiente.
El
cavernícola sufría.
Se
quejaba en la soledad de su mundo porque hacerle la guerra a un mastodonte de
cuarenta metros de alto era terminar convertido en guano. Y así se pasó toda su
vida, lamentando su destino mientras que sus colegas del norte ya habían
inventado la rueda, los safaris en grupos de cien, los mamut a la leña y hasta
la comida congelada.
Y
él nunca se enteró; lo peor es que nadie se lo dijo. Y claro, como todo
primitivo, además de desinformado tenía la cualidad de bestia. Por tanto cuando
se enteró de los avances de la ciencia al otro lado del mundo ya tenía por lo
menos las nociones de andar vestido sobre el pelaje y quinientos pedradas en la
cabeza para aprender que cuando había sol debía quitarse la piel de mamut para
no acabar con una escaldadura de los mil demonios. Y que cuando había hielo,
debía forrarse con la misma piel de mamut si no quería morir de cólico y a la
vez, provocarle un cólico de la patada al tiranosaurio que se lo empujaba como
raspadilla.
Así
también se extinguieron los dinosaurios; por desinformados.
Por
eso es bueno saber –en plena era del internet- que sin alimento en el espíritu
el hombre es más infeliz que el mono buscando semillas para la panza -y ya
sabemos lo violento que es el monito cuando tiene hambre-. Allí la política no
aporta; se trasunta en corrupción, en mal ejemplo, en ese individualismo
cancerígeno del qué me importa; con las planillas doradas de algunos
funcionarios del Estado y las millonarias indemnizaciones por tiempo de
servicios como la del señor Barrios y hasta del mismo presidente García -que ya
parece un inimputable- cuando dice que si el narcotráfico aportó $5 mil dólares
para su campaña política del 2005 habrá que devolvérselo. Lo que significa que
cualquier partido puede recibir dinero de las drogas ¿y después lo puede
regresar con un gesto irónico?
Una
vergüenza para el partido de la estrella que terminará como Keiko haciendo polladas
para devolver de los $5 mil dólares que en realidad son $25 mil porque la
camioneta valía la diferencia y a eso no se refirió Alan para regresarle a los
Sánchez Paredes.
Vivimos
repitiendo el mismo rollo que es más viejo que andar con los pies:
-¡Corrupción!
-Ah…
sí, sí, eso siempre va haber.
Y
por qué nos quejamos después. Los pueblos tienen los gobernantes que se
merecen. A dónde iremos a llegar; al infinito de la ignorancia sumisa y al
desconsuelo, al sufrimiento, la infelicidad postrada en el interior de cada uno
de los sobrevivientes. Palos de ciego, como siempre. Y a pesar que lo
escribimos terminamos como esos fantasmas extraños que dan miedo. Es una
maldición, el catoblepas: uno se consume; se come a sí mismo.
EQM