viernes, 6 de mayo de 2011

Tráfico infernal en SJL


Esto de salir a trabajar al medio día es un terrible problema. 

Al menos salir de San Juan de Lurigancho, en horas de mayor tráfico, es peor que un drama hindú, especialmente para quienes no llevan una guía telefónica o los cinco tomos de la historia persa con la cual distraerse en el camino, y que valgan verdades, son utilísimos cuando de ir al Centro de Lima se trata. Pero yo salía trabajar. Y como entro a la una de la tarde, me dije: saliendo a las 12 la hago.

Era miércoles y salí a las 12 del día, pero llegué a la 2 porque justo en la esquina de mi casa, una tribu de inoportunos estaban rompiendo las pistas para instalar tuberías de quién sabe qué; la cosa es que la angosta pista de subida, hacía de triple carril de ida y vuelta con un par de mototaxis adornando la desesperación. 

Al día siguiente, y como es de todo hombre precavido, salí a las 11 de la mañana, con dos horas de anticipación, y resultó que además de la tribu de inoportunos que seguían rompiendo las pistas, y esta vez de las dos vías de la avenida, el tránsito se había desviado hacia cuatro calles más lejos, a donde corrí para no demorarme, y ya por la avenida Próceres, un ejército de silvestres marchaban cerrando todas las vías, rumbo al congreso, pidiendo la provincialización del distrito. 

No puede ser, me dije. 

Ese día llegue a las 3 de la tarde al trabajo.

Al día siguiente volví a salir, esta vez ya no a las 11, sino a las 10 de la mañana. Y aunque estaba seguro de toparme con esa tribu de inoportunos que seguían rompiendo las pistas toda las semana, y el ejército de silvestres que nuevamente se reunían para marchar al congreso de la mano del alcalde Carlos Burgos, ahora resultaba que una tropa de serenos municipales junto con 500 policías montados a caballo y una procesión de vecinos -pagados según testimonio fiel- se agarraban a trompada limpia por el tema del bendito Hospital de la Solidaridad.

Y mientras eso, después de quedarme sordo por las miles de bocinas que me dinamitaron el tímpano, el tráfico de los mil demonios, el niño que lloraba desesperado a lado mío, los 200 grados de calor de la mañana y el score de 4 a 0 –patada y puñete incluido- a favor de los serenos de la municipalidad de San Juan de Lurigancho, a duras penas llegué hasta la avenida Abancay. Tomé un taxi. Llegué a las 4 de la tarde.

Al día siguiente, pensé: Esta situación no podía seguir así. Y salí a las 9 de la mañana –previo besito a la calavera de San Nicéforo-. No podía llegar tarde por ningún motivo. 

Muy temprano corrí las cuatro calles para alcanzar el colectivo, me puse a repasar los 5 tomos de la historia persa para no darme cuenta del tráfico, hable por teléfono como dos horas con un pariente en Yugoslavia -gracias a una de esas promociones de hablar limitadamente en casos de tráfico infernal-. Vi nuevamente a los serenos de SJL repartiendo golpes en la entrada del parque Huiracocha, a la policía montada con bazuca en mano y ahuyentando a cualquiera que quisiera atreverse a entrar al hospital de la Solidaridad. 

Soporté más de una hora el lío de una viejecita que se cayó y agarró a bastonazo limpio al cobrador, las cinco papeletas que la policía le impuso al chofer, un borracho que no sabía dónde ir porque creía que recién estaba llegando a su casa. 

Me soplé todas las arengas del ejército de fanáticos que pedían la provincialización del distrito, en la puerta del Congreso de la República. Y ya con el tímpano en la mano, luego de aguantar los gritos de otro niño a lado mío, con los 200 grados de calor y con el rostro de un presidiario de Guantánamo, por fin me bajé en mi destino. Camine dos cuadras como siempre, y lo había logrado. 

Había llegado dos minutos antes de la 1 de la tarde. Pero me regresé a mi casa. 

¿Por qué? 

Los sábados no trabajo.


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