sábado, 15 de noviembre de 2008

La belleza frágil

Sofía Mor se detuvo. La oficina adelante, la puerta abierta. Pensó, siempre saludaba igual: Hola. Un beso en el rostro y una sonrisa. ¿Por qué siempre, por qué haría mismo esta vez?, y después: ¿Y por qué no podría seguir siempre así? Siempre, esa terrible palabra que odiaba. No. Ahora era diferente, tenía que serlo. Especial, al menos ese día; aunque la decisión no fuera natural, sino más bien impuesta por ese carácter que le asaltaba la necesidad de saber, que ella, era siempre mejor que los demás, incluso que el mismo Santiago. ¿Era solamente eso? La pregunta no pasó por su mente. Pero, cómo podía ser diferente con alguien que apenas le había sonreído. ¿Era posible? Ella era linda, y ser linda era ser decente, bonita, mucho; y eso significaba también, en parte, ser una mujer virgen, lo demás no le importaba. Lo sabía, su madre se lo había dicho desde niña. Decente (otra vez), superior. ¿De verdad lo era? ¿De verdad era una mujer virgen? Ella misma se contestaba. Por qué no. Sí lo era. Joven, fresca, elegante, y también virgen. Repasó sus pechos por sobre la blusa, los acomodó intentando levantarlos con ambas manos. Se miró, reconoció la mirada que a veces usaba logrando un brillo de emoción que a ella misma le convencía y entró. Hola Santiago, saludó, y lo vio levantar la vista, reconocerla y sonreirle. Sofía se emocionó aún más, lo dejaba notar.  La alegría no era muy difícil de inventarse, había pensado antes, lo sabía. En el fondo estaba segura que era cierto. No pensé que llegaras temprano, dijo Santiago, dejando las hojas sobre el escritorio y levantándose para acercarse a ella y entregarle ese beso en la mejilla que la confianza, hasta ese momento, le permitía como saludo. Sofía dispuso el rostro con delicadeza, luego lo movió como accidentalmente estaba acostumbrada a hacer, y su comisura sintió el roce de los labios de Santiago. No era natural. Santiago pensó que había cometido una imprudencia, lo dejó notar sin palabras. Sofía se mostró igual. En el fondo sabía que lo había hecho sentirse distinto, aunque sea por un pequeñísimo instante, mientras su rostro mantenía un filo de vergüenza que parecía ruborizarse. ¿De verdad se estaba ruborizando? Y dejó un espacio de impresión como si Santiago fuera el que la hubiera encantado. Hubo silencio, y cuando ese paréntesis parecía transformar alguna o cualquier palabra urgente en los labios de Santiago, de pronto Sofía reaccionó como si recordará súbitamente algo y entreabriendo los ojos como emocionada y sorprendida. Santiago intentó decir algo. ¿De verdad era la misma reacción? Ambos terminaron interrumpiéndose y riendo. ¿Se estaban riendo de verdad? La química estaba lista, pensó ella. Qué ibas a decir, dijo luego. Mejor dime lo que tú ibas a decirme, dijo él. No, dime mejor tú. Sofía cercioró detrás de su sonrisa que el juego se había iniciado, y de nuevo ambos a los ojos, siempre a los ojos, y de nuevo el silencio. Sofía Mor parecía impactada, dejaba verse así, atrapada. ¿De verdad lo estaba? Y de nuevo a los ojos. Sentía que manejaba la situación. Se sintió bien con eso. ¿Sabes dónde puedo almorzar por aquí cerca?, preguntó. Yo voy siempre al Colina, es un lugar agradable a dos cuadras de aquí, respondió Santiago. No conozco, dijo ella. A qué hora almorzarás, le preguntó Santiago. Entre la una y las dos, cualquier hora, ¿irás hoy? Sí, le respondió él. Entonces, que tal si me enseñas el lugar, repuso Sofía con naturalidad, porque ya no eran niños, pensó, y salir a almorzar con alguien, proponerlo, no era cosa de ruborizarse, al menos no era algo que ella debía dejar notar como especial. Tenía ya 29 años y no iba a estar con pretextos infantiles, pensó. Bueno, ¿entonces te veo a la una y media?, preguntó Santiago. Mejor quince minutos antes de las dos, dame tiempo. ¿Tiempo?, se preguntó mentalmente Santiago. Por qué lo habría dicho, pensó. También se preguntó mentalmente ella, e inmediatamente, en medio de lo que decía, calculó qué cosa podía relacionar con esa palabra. Que tal si él le preguntaba. ¿Tiempo, por qué? Qué diría, intentó anticiparse ¿Te
parece bien?, dijo por último. No tengo problema, resolvió Santiago. Bien, te dejo, ya te salude y me voy porque tengo una ruma de fichas que revisar, dijo Sofía. Se despidió con un gesto maternal. Santiago no dejó de observarla, porque siempre observaba de frente a las írices, y antes de que Sofía volteara le dijo, por el color de sus ojos, que tenía los ojos de color caramelito. Sofía no lo esperaba. Qué significaba eso, ¿sus ojos? ¿caramelito? Por qué, y especialmente por qué de esa forma, prudente y hasta dulzona. Y esta vez, lejos de premeditar cosméticamente la emoción y las reacciones externas, sintió alguna sensación desconocida de hacía mucho tiempo. No había sentido aquello desde hacía años tras el intento de una relación con un hombre mayor que pocas veces le dijo algo que sus oídos hubieran deseado escuchar como si se lo dijera su madre. Todo lo estaba calculando pero el color caramelito de sus ojos de dónde lo podría imaginar. Allí se puso a pensar mientras salía.

-oOo-

Cogió el teléfono, marcó el anexo que antes había averiguado por su cuenta y la voz que oyó directamente fue la de Sofía. La sorprendió, sabía que la sorprendería. ¿Nos vamos a almorzar?, le preguntó Santiago. Cómo sabías que estaba aquí, le preguntó ella, ¿quieres saberlo? Sí, respondió. Pregunté, contestó inmediatamente Santiago. ¿Preguntaste? ¿a quién?, preguntaba ella, sin haber respondido hasta ese momento si iría o no a almorzar. Sólo pregunté ¿quieres que te diga a quién? Sí, quiero que me digas. Santiago había reconocido ese juego de palabras de antes. Sofía, también, había pensado que lo mismo le había pasado antes. Cuándo, se cuestionó mientras decía otra cosa. Van a ser las dos de la tarde. Lo sé. ¿Quieres irte ya? Tú querías conocer un lugar donde almorzar y yo quería acompañarte, dijo él. Y yo quería que lo hagas, ¿Querías? Sí, ¿Y ya no quieres? Quiero decir que quiero que me muestres el lugar, y quiero ir. ¿Tiempo presente? Sí, Entonces a que hora nos vamos. A qué hora me esperas. Estoy saliendo ahora. Entonces salgo ahora, ¿sí? Sí, Te espero entonces. Bien. Gracias por haber llamado. Gracias por qué. Sólo acéptalo. Lo acepto. Gracias otra vez. Por qué. Ya olvídalo, ¿sabes? Tienes la voz algo distinta por teléfono. Es la primera vez que me dicen eso. ¿La primera vez?, no te creo.

-oOo-

Un cerro de historias

"Imponente, imperturbable observador de la historia, centinela adusto, legendario, místico anfitrión. Su mirada serpentea, nos persigue, atraviesa la capital, los barrios marginales. Sus ojos apenas advierten, peinan distritos. San Juan de Lurigancho, El Agustino, Comas. Chorrillos se pierde en el mar cuando el sol abraza aplomo. Desde su mirador, Lima es una ciudad de puntos, de manchas grises y de hormigas, una interminable cuadrícula sin fin, una maqueta gigante de donde jamás, alguien podría sospechar que la observamos".

A pesar de los relatos sin gracia de las improvisadas guías de los llamados urbanitos, que nos cuentan anecdóticas historias de la Lima de antaño, nada es tan emocionante como ascender por el estrecho camino de las cruces que nos lleva al famoso Mirador del San Cristóbal en el distrito del Rímac, especialmente, cuando nuestra megalópolis sin fin, se extiende a los lados para luego, cuando sobre ella estamos, irse reduciendo hasta agachar la cabeza temerosa pues se ha dado cuenta de aquel osado visitante que llega al cerro y experimenta, por fin, la sensación de tener el mundo a sus pies.

Hay quienes, novatos turistas, descubren recién aquel furtivo inquilino acrofóbico que dormía en ellos, y se aferran al asiento, se arrepienten del viaje, de la ventaja de tener la ventana a lado, y le corren a la belleza panorámica que les brinda la altura circular envidiable de las aves. Pero el San Cristóbal no sonríe, parece un hermano mayor, de brazos cruzados y celoso que tampoco le sonrió a los indígenas, a Francisco Pizarro y al mismo Don José de San Martín quien la vio como todos, de cerca y de lejos. En realidad, los hombros del cerro ya estaban resignados a los visitantes desde 1928, cuando el Presidente Balta reinauguró la cruz que coronaba el mirador y que hasta ahora le sirven, con esos potentes reflectores al interior del madero, de ojos nocturnos que nos rescatan de perdernos desubicados bajo la luna e iluminándonos de la cima con un brillo blanco perseguido de un camino de luces amarillas.

Al llegar al Mirador, los cabellos luchan contra el ventarrón que va y viene sobre la plataforma de asfalto negro que nos mantiene, y más de uno, al bajar de la cúster, alista impaciente su cámara fotográfica o de vídeo, y corre a ganar espacio en ese borde de concreto, que por debajo de cualquier lado que uno elija, deja ver interminables distritos grisáceos, cerros vecinos que parecen súbditos ansiosos de corona, manchas casi imperceptibles de viviendas inanimadas y millones de puntos morosos distribuidos en su propia rutina. 

Un espectáculo cartográfico o como dicen algunos, vespuciano, si el mar estuviera más cerca. Claro, hay quienes van, también, con los ojos indefensos de un recuerdo humilde, pero son rescatados por aquellos vendedores odiados abajo en la capital, quienes provistos de instantáneas y binoculares, ofrecen sus productos de forma moderada, y la mayoría, alcanza a distinguir admirado un distrito que intentaba huir, un edifico lejano por donde ha pasado tantas veces creyéndolo un gigante implacable. De pronto los flashes al pie la cruz, junto a las flores amarillas y de todos los ángulos posibles que certifiquen un sólo argumento: "sí, yo estuve allá arriba", "mira, yo fui a la cruz del cerro", y en la puerta del minúsculo Museo colonial también posan, preguntan, piden volantes, algún folleto, haciendo valer al máximo los veinte minutos sobre la cumbre itineraria del San Cristóbal.

Si hay calor hay bebidas y pasteles disponibles como en todo lugar turístico, y si hay frío, hay café caliente a la orden para soplar el humo y beberlo hablando de lo impresionante que es sentirse grande desde allí. Entonces, en ese ventarrón que enfría el café no falta un hombre que refresca viejas lecturas de la memoria y recuerda que antiguamente consideraban a los cerros como apus o dioses que cuidaban los extensos valles del pasado, y fue la llegada de los españoles, quienes en busca de apartar a los habitantes de las costumbres idólatras que tenían, plantaron cruces en la parte alta de todos los cerros bautizándolos con el nombre de santos. Es cierto, asiente la cabeza un profesor a lado que se invita a la memoria, y cita a Pizarro, el fundador español quien bautizó al cerro con el nombre de San Cristóbal, en agradecimiento por haber liberado a la Lima de la invasión de Tito Yupanqui, enviado de Manco Inca en 1536.

Estaban dispuestos a luchar y hacer respetar sus derechos sobre los españoles; los nativos intentaban cruzar el río Rímac pero eran arrastrados por las aguas caudalosas de ese tiempo y morían. Por eso es que los españoles decían que era milagro de San Cristóbal y fue así que el nombre del cerro se quedó hasta ahora junto a la cruz.

Los jóvenes que están aprovechan para seguir con los besos del camino, no se sueltan y son, quienes aprovechan bajar por unas gradas con baranda hasta un peñasco rocoso que da a un distrito vecino. Allí si que hay besos elevados y las caricias, sin excepción, son de alto vuelo. Pero los veinte minutos no perdonan. Se han terminado. La guía supervisa los boletos, los asientos de la cúster, cuenta los pasajeros, cierra las puertas y a través del micrófono comienza a describir el regreso mientras el conductor emprende el camino de bajada.

El descenso es breve. 

Nos sumergimos despacio en aquel monstruo urbano que nos empequeñece abriendo las fauces y nos engulle en el distrito de tradición, entre callejuelas rosadas, por el Paseo de Aguas, el Convento de los Descalzos y la Casa de la Perricholi. 

De pronto, sin darnos cuenta, somos nuevamente normales. Aquella monumental maqueta cobra vida y el jirón Trujillo se vuelve angosto. El tráfico y su gente se va quedando atrás para llegar a la Plaza Chabuca Granda y volver a ver de muy lejos, aquel motivo de historia que enorgullece no sólo a los vecinos del Rímac, sino a todo visitante que coincide una frase contundente: es el majestuoso San Cristóbal.

Mensaje de don Sata al compañero Alan

(...Relato absolutamente infernal)

Compañero Alan:

Me quemo de la alegría al saber que has anunciado una y mil veces la pena de muerte en tu sufrido país; ya era tiempo que nos mandes gente aquí al averno. Necesitamos por si no te importa, violadores, terroristas, gente fiel -por no ser infiel- y pecadores de cualquier tipo, y si es posible a ver si nos caes con algún ex presidente dictador -si es japonés mejor- para meterlo en mi brasero o hervirlo hasta quitarle la poca vergüenza que le queda...

Tú sabes Alan, nosotros somos unos demonios, por eso somos patas, porque sólo nos falta la cola, por eso nos llevamos bien... eso sí, siempre en cuando tengas esos arrebatos de maldad que terminan en descalabros económicos de toda una nación o cuando a la gente les dan vuelta en mancha a través de comandos paramilitares como el de Rodrigo Franco que franco franco ya fue de lo peor.. tú me entiendes.

Por eso compañero, aunque me regocija la pena de muerte –...y tu tortuga judicial nos favorece para jalarnos hasta inocentes y todo- te voy a pedir encarecidamente que no me vuelvas a mandar muertitos de penales como la vez pasada, no... esos ya vienen sin fuerza, chancaditos y con yaya. Mira, te voy a recomendar que uses la silla eléctrica o la horca, está de moda después de la muerte de tu tocayo Satán Hussein, esos son los muertos que prefiero por aquí...

¿Cómo? ¿el paredón? ¡...No pues Alan! Ahí ustedes ya se pasan de salvajes, les revientan algún órgano y lo dejan peor que pato en época de caza. Porque si vas a aplicar la pena de muerte tiene que ser a través de una inyección intravenosa para no maltratarlos tanto y se vayan derechito a mi infierno a chambear en los pozos de fuego y azufre donde te aseguro sí que hay calor de hogar...

Además, acuérdate de los deshechos humanos, perdón, digo los izquierdos humanos... porque no te pases pues... yo puedo ser don Sata -don Diablo a secas para los amigos- pero no soy un pobre diablo y no me gusta prometer como hacen algunos con la renta básica de telefónica... y no me vengas con eso de Satán vestido de satén porque no soy travesti; además dónde demonios has visto que yo, don Sata, me vista fashion para andar entre las llamas -¡...no de la sierra sino del infierno, tarado!-.

Una cosa más, Alan. Desde que anunciaste la pena de muerte la gente empieza a llamarte Satán García, por culpa de eso mi gente me está pidiendo que les baje el precio del azufre igual como prometiste con los combustibles y hasta ahora nada...

Esto me está trayendo muchos problemas compañero... con decirte que el bravo de arriba ya me está haciendo la bronca porque dice que te mal aconsejo.

La última vez me mandó al diablo... a mi que soy Satanás. Ah no... yo soy el diablo, me achoré, y me mandó al infierno, pero si yo vivo allí, me volvía achorar, entonces me mandó a la gran flauta porque dice que las trompetas son para sus ángeles. La verdad que no entiendo bien a diosito... se queja que tú le causas diablos azules y a mi ya me duele la cabeza porque todo lo veo al revés con este lío.

De verdad tienes que hacer algo, Alan, y recuerda que si no te molesta mejor te quemo en el infierno antes que te vuelvas a quemar en la política, digo, si quieres nomás.

Insiste con la pena de muerte, yo te apoyo.

Infernalmente tuyo:

Don Sata.

El de arriba no nació ayer

Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa...

Como muchos, alguna vez anhelé tanto el trabajo de oficina que después llegué a odiar. ¿Por qué?, muy simple, porque andaba en bronca con la monotonía, porque al mes terminaba destrozando una docena de relojes despertadores, porque me quemaba la lengua con el café caliente que nunca terminaba del desayuno, porque nunca tenía una camisa planchada al momento y porque terminaba acordándome de la familia del cobrador de la 52, todos los días en pleno atolladero de la avenida Tacna; para llorar.

Y aquello era sólo de una minúscula parte del día, como quien dice de entradita nomás, pues el detestable plato de fondo, después de llegar tarde, con la enésima amonestación encima, dos memos en el file y el ridículo de saber (¡recién!) que has llegado con el cuello de la camisa al revés, era otro. Como soportar a Tamayo con su micótica costumbre de rascarse “los de pascua” como un perro delante de uno, soportar el mal aliento de Álvarez porfiando en que la palabra de Dios es el mejor remedio para la salvación de la humanidad, o escuchar las penurias de la flaca Maruja Ronceros, quejándose de su mala suerte por haberse casado con un policía de Apolo a sus cortos 21 añitos.

Ahora usted se preguntará, y a qué viene este rollo de la monotonía con sabor a nostalgia de fin de siglo, como cantaba el Tri. Bueno, hace unos días me encontré con Saturnino Plata, un tipo que no necesariamente lleva el apellido en los bolsillos y más bien hace méritos con su nombre a las historias de otro planeta que cada vez son imposibles de creerle.

Resulta que el último fin de Semana Tranca, perdón... Trampa... Semana Santa quiero decir, Saturnino rechazó el viaje -por descuento en planilla- a Chilca que le ofrecieron sus jefes, para sudar la gota gorda, y puja que te puja, en los 14 kilómetros de subida a pie hasta el cerro San Cristóbal, recorrer fielmente las 28 iglesias donde rezó como un condenado a la horca con su respectivo ramo de palmas, estirar con esfuerzo la limosna y lavarse la cara con el agua bendita que casi se la toma, todo con un vil y miserable propósito: obtener el esperado ascenso en el área de informática después de nueve años de servicio. 

Para ello, en cada una de sus plegarias había prometido dejar el vicio del tragamonedas y donar ese dinero a la casa de los petisos, asistir a misa los domingos en la mañana, instalar una gruta en la entrada de su casa, encenderle velitas misioneras de colores a todos los santos incluyendo un cirio especial para la calavera de San Nicéforo mártir, además de soplarse desde el Génesis todos los capítulos del Nuevo Testamento.

Se merecía el ascenso, estaba seguro, el de arriba no le podía fallar, pensó.

Después de esos días de ayuno -casi muere de inanición- y ya instalado sonriente y servicial con sus compañeros de aquel tercer piso de la compañía, Saturnino empezó a escuchar de sus compañeros, los comentarios acerca de un posible cambio de oficina que le estarían reservando sus superiores.

Saturnino casi se hace mormón de la alegría. Estaría por cumplirse su deseo, se ofreció a trabajar gratis las horas que hicieran falta durante el año para no elevar el presupuesto de su área, y muy de mañana, el portón de las Nazarenas comenzó a abrirse con su presencia.

Así pasaron las 24 horas siguientes hasta que la noticia lo fulminó:

-Señor Plata, la compañía a decidido mudar su escritorio al séptimo piso del edificio, no tenemos presupuesto para implementar dos nuevas oficinas que se abrirán, por lo que nos vemos en la necesidad de reducirle el espacio a Basurto, a Pineda y a usted, así que por el momento y hasta que se regularicen los trabajos de ampliación, tendrán que arreglárselas como puedan.

Ese mismo día Saturnino Plata experimentó una devaluación anímica mientras escuchaba, más unido que nunca a sus colegas del tercer piso, el canto de las cuculíes que habían hecho su nidito de amor en la azotea el edificio.

Sufrió un calvario aparte rompiéndose el cerebro pensando en qué había hecho mal durante la Semana Tranca -¡...y dale con lo mismo!-, ¡Semana Santa!. ¿Acaso no era un buen compañero, un empleado modelo, un buen cristiano al fin y al cabo? 

Por ahí terminó escrupulosamente crucificado al descubrirse el quid del asunto.

Podía tener las virtudes de un empleado modelo, pero no tenía palabra. Jamás cumplía sus promesas, es más, hasta ese día no tenía ni siquiera un catecismo en casa. 

¿Y qué creían, que el de arriba nació ayer? 


Después por qué se queja uno, digo yo.

Natirusita roja

(La historia escondida de nuestra productora Súper Ortiz Natty)

Por esos días andábamos algo turulatos, y no precisamente por ser Semana Santa y porque ya nos empezaba a crecer la cola; sino porque, como nunca, nuestra productora llegaba -...cuando no- tirando cintura en su propia maratón desde el jirón Trujillo hasta la radio. 

Empero lo extraño no era su puja que te puja carrera desde su casa, sino que llegara -¡adivine país!- con su misteriosa casaca roja que de vez en cuando acostumbraba usar.

Sólo en esas ocasiones el padre Juan Sókolich, empozado en un marasmo nostálgico que se remontaba, tal vez, a los mejores -o peores- años de su vida, se quedaba mirándola fruncido y frotándose la barba que no tenía como si se acordara de algo, y la verdad es que sí se estaba acordando de algo... ¿¡pero de qué!?, nos preguntábamos medio Perú, y por supuesto, Súper Ortiz Natty jamás nos reveló el secreto ofreciéndonos a cambio uno de sus mejores pucheritos con el que convencía hasta al peor de los ateos, y es que ¿existe sobre la faz de la tierra algo más delicioso que un pucherito de nuestra productora?

-¡No!

...Gracias hinchas acérrimos de nuestra productora Súper Ortiz Natty... pero volvamos al asunto que nos interesa antes que se terminen de comer las uñas.

Al principio no le dimos importancia, pero en este último invierno la cosa se puso color de hormiga africana. Algunos creían que nuestra productora se había convertido en un agente infiltrada del Servicio de Inteligencia de la competencia radial (Radio María), otros decían que su inasistencia a la misa de fin de semana se debía porque no podía más con su genio y se había hecho cliente asidua de la peña “El Bombardón”, del Rímac, lo cual traía preocupado al padre -¡Cómo habla la gente!-.

Cuando le preguntábamos a Rosita -su brother- si sabía algo de lo que pasaba con nuestra productora, ella sólo se encogía de hombros sustentando doscientas mil posibilidades que le ganaba a una enciclopedia, y vaya uno a saber qué era lo que había detrás de ese misterioso “lapsus interruptus” que nuestra productora Ortiz Natty provocaba en el padre Juan Sókolich cuando usaba su famosa casaquita roja en cuestión.

¡Ahí estaba el quid del asunto! -coincidieron los analistas a nivel nacional.

Lógicamente nadie pudo averiguar nada, ni siquiera los buenos muchachos de prensa lograron la nota, es así que debido a las innumerables cartas que me envían ustedes, hinchas recontra-acérrimos de nuestra productora Ortiz Natty, me veo en la justa y patriótica obligación de contarlo todo.

Sucedió muchos años atrás -...más atrás todavía. Ahí-. 

Nuestra productora de apenas seis añitos de edad entre galletitas morocha, infaltables tamalitos al atardecer y su recién inaugurado diente de leche, participaba como protagonista principal de la nunca estrenada producción cinematográfica “Lobo qué estás haciendo”. Así que desde chiquita nuestra productora ya era lo máximo, la revelación promesa del ecran nacional, toda una estrella con brillo propio -bueno, lo de brillo era porque la luz le daba de frente-.

La pequeña Ortiz Natty hacía de Natirusita Roja, y otro niño -al que no hubo tiempo de inventarle historia- hacía de lobo feroz, y muy pero muy malo -al menos hacía el esfuerzo-.

El argumento era el mismo que nuestras abuelitas nos contaban achicharrándose las pestañas de noche con tal que soñemos con los angelitos de alas blancas y...

-¡Y dale usted con su floro barato. Cuente de una vez qué pasó!

...Bueno. Sucedió en la escena cuchucientos no sé cuánto. Nuestra productora pulcramente vestida con su caperuza roja, su vestidito rojo y su canastito de mimbre –también rojo- con frutas -…aquí entre nos ...eran varios sublimes que nunca invitó a nadie- se encontraba con el lobo para decirle: ¡Uy, qué lobo!, pero en vez de eso, Natirusita salía con su: ¡Uy, qué moono!

Habían repetido la escena por enésima vez cuando de pronto, el director del rodaje que no era otro que el señor Sókolich antes de tomar los hábitos, pegó tal grito al cielo a tal decibel que despertó al santísimo quien aprovechó el rum rum para chequear entre las nubes a ver qué pasaba con su obra.

¿Que qué había pasado?

Que Natirusita en vez de ¡Uy, qué lobo!, seguía con su rollo: ¡Uy, qué moono!, y fue cuando de pronto la bilis había terminado por patearle el hígado al joven cineasta al punto de hacerlo puré.

Toda la producción se preguntaba por qué Natirusita no decía su línea correctamente. En el stand by al niño que hacía de lobo le salieron chupitos en la cara de tanto repetir su guión por lo que nunca más quiso comer carapulcra y terminó enfermándose de tanto mirarse al espejo desde que desapareció de la mano de su madre.

La situación había tocado fondo; nuestra productora terminó confesándolo todo: el niño que hacía de lobo tenía más cara de mono que de lobo, y Natirusita no podía evitarlo, así que el señor Sókolich (quebrado por el presupuesto de la producción) decidió darle otro rumbo a su vida; dejar el cine y entregarse a los hábitos, al menos allí la vida sería más llevadera, creyó comprender.

Así que ya saben ustedes, fanáticos seguidores de nuestra productora Súper Ortiz Natty, el misterio de la famosa casaca roja es que cada vez que la usa, le recuerda al padre Juan el cineasta que alguna vez pudo ser.