sábado, 15 de noviembre de 2008

El de arriba no nació ayer

Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa...

Como muchos, alguna vez anhelé tanto el trabajo de oficina que después llegué a odiar. ¿Por qué?, muy simple, porque andaba en bronca con la monotonía, porque al mes terminaba destrozando una docena de relojes despertadores, porque me quemaba la lengua con el café caliente que nunca terminaba del desayuno, porque nunca tenía una camisa planchada al momento y porque terminaba acordándome de la familia del cobrador de la 52, todos los días en pleno atolladero de la avenida Tacna; para llorar.

Y aquello era sólo de una minúscula parte del día, como quien dice de entradita nomás, pues el detestable plato de fondo, después de llegar tarde, con la enésima amonestación encima, dos memos en el file y el ridículo de saber (¡recién!) que has llegado con el cuello de la camisa al revés, era otro. Como soportar a Tamayo con su micótica costumbre de rascarse “los de pascua” como un perro delante de uno, soportar el mal aliento de Álvarez porfiando en que la palabra de Dios es el mejor remedio para la salvación de la humanidad, o escuchar las penurias de la flaca Maruja Ronceros, quejándose de su mala suerte por haberse casado con un policía de Apolo a sus cortos 21 añitos.

Ahora usted se preguntará, y a qué viene este rollo de la monotonía con sabor a nostalgia de fin de siglo, como cantaba el Tri. Bueno, hace unos días me encontré con Saturnino Plata, un tipo que no necesariamente lleva el apellido en los bolsillos y más bien hace méritos con su nombre a las historias de otro planeta que cada vez son imposibles de creerle.

Resulta que el último fin de Semana Tranca, perdón... Trampa... Semana Santa quiero decir, Saturnino rechazó el viaje -por descuento en planilla- a Chilca que le ofrecieron sus jefes, para sudar la gota gorda, y puja que te puja, en los 14 kilómetros de subida a pie hasta el cerro San Cristóbal, recorrer fielmente las 28 iglesias donde rezó como un condenado a la horca con su respectivo ramo de palmas, estirar con esfuerzo la limosna y lavarse la cara con el agua bendita que casi se la toma, todo con un vil y miserable propósito: obtener el esperado ascenso en el área de informática después de nueve años de servicio. 

Para ello, en cada una de sus plegarias había prometido dejar el vicio del tragamonedas y donar ese dinero a la casa de los petisos, asistir a misa los domingos en la mañana, instalar una gruta en la entrada de su casa, encenderle velitas misioneras de colores a todos los santos incluyendo un cirio especial para la calavera de San Nicéforo mártir, además de soplarse desde el Génesis todos los capítulos del Nuevo Testamento.

Se merecía el ascenso, estaba seguro, el de arriba no le podía fallar, pensó.

Después de esos días de ayuno -casi muere de inanición- y ya instalado sonriente y servicial con sus compañeros de aquel tercer piso de la compañía, Saturnino empezó a escuchar de sus compañeros, los comentarios acerca de un posible cambio de oficina que le estarían reservando sus superiores.

Saturnino casi se hace mormón de la alegría. Estaría por cumplirse su deseo, se ofreció a trabajar gratis las horas que hicieran falta durante el año para no elevar el presupuesto de su área, y muy de mañana, el portón de las Nazarenas comenzó a abrirse con su presencia.

Así pasaron las 24 horas siguientes hasta que la noticia lo fulminó:

-Señor Plata, la compañía a decidido mudar su escritorio al séptimo piso del edificio, no tenemos presupuesto para implementar dos nuevas oficinas que se abrirán, por lo que nos vemos en la necesidad de reducirle el espacio a Basurto, a Pineda y a usted, así que por el momento y hasta que se regularicen los trabajos de ampliación, tendrán que arreglárselas como puedan.

Ese mismo día Saturnino Plata experimentó una devaluación anímica mientras escuchaba, más unido que nunca a sus colegas del tercer piso, el canto de las cuculíes que habían hecho su nidito de amor en la azotea el edificio.

Sufrió un calvario aparte rompiéndose el cerebro pensando en qué había hecho mal durante la Semana Tranca -¡...y dale con lo mismo!-, ¡Semana Santa!. ¿Acaso no era un buen compañero, un empleado modelo, un buen cristiano al fin y al cabo? 

Por ahí terminó escrupulosamente crucificado al descubrirse el quid del asunto.

Podía tener las virtudes de un empleado modelo, pero no tenía palabra. Jamás cumplía sus promesas, es más, hasta ese día no tenía ni siquiera un catecismo en casa. 

¿Y qué creían, que el de arriba nació ayer? 


Después por qué se queja uno, digo yo.

1 comentario:

Nati dijo...

Efra, empezaste bien. No sé si sea la primera vez, pero digamos que es la primera vez que recuerdo que hayas empezado tan bien, en verdad me gustó... pero cuando introdujiste en la historia al mister billete (el del apellido Plata) como que las cosas se desencajaron un poco.
Insisto, creo q eres bueno escribiendo, pero no fuerces la prosa, porque ahi pierdes el camino.