Francamente
Puente Nuevo es tierra de nadie.
Hace
poco me detuve muy temprano y por primera vez en una esquina de Puente Nuevo.
Intentaba inocentemente cruzar de San Juan de Lurigancho a El Agustino, cuando
de pronto se apareció una fila de vendedores muy alegres que empujaban cada uno
su carrito solidario lleno de desayuno, y que me echaron de la vereda porque
ése, me amenazaron también muy alegremente, era su metro cuadrado de trabajo.
Y
yo, como soy un caballero educado y muy pacífico no me hice problema. Me fui un
par de metros más allá, adonde llegó un vendedor de caldo de rana, luego otro,
y luego otro más que me echó diciendo que no sea sapo porque ésa vereda también
era su sitio.
Me
fui otro par de metros; se presentaron tres vendedoras de pan con torreja que
me cuadraron con sartenes y todo porque allí, ellas laboraban desde el año
pasado pagando su ticket municipal y necesitan espacio, argumentaron.
-¡…O lo ponemos como torreja, joven!
Pero
yo, que soy un caballero educado y muy pacífico, como ustedes imaginarán no
tuve otra opción que retirarme otros cincuenta metros más. Allí se presentó una
muchacha que arrastraba un cerro de pasteles de choclo. Se detuvo a mi lado, se
puso a vender con gritos de ópera. Intenté no prestarle atención mirando el
cielo, cuando del cielo me cayó una abuelita, estacionó una carretilla con un
montón de artefactos llenos de hollín y se puso a freír sus cachangas.
No
me quise mover.
Y
apareció un vendedor de jugos, otro de frutas, otro de diarios. Estaba rodeado.
Traté
de disimular mi molestia hasta que una lluvia de aceite rancio me salpicó en
toda la cara y me tuve que ir medio ciego y sin oír muy bien las maldiciones de
la abuelita porque además ya me había quedado sordo y ya odiaba las óperas y
los pasteles de choclo para toda mi vida.
Y
bueno, como soy un caballero educado y muy pacífico, me volví a largar otros
quinientos metros más lejos, de pronto de la nada dos señoras se hicieron mis
escoltas ofreciendo en competencia pan con pescado y café, cuadraron un par de
bancos detrás mío, un toldo multicolor sobre mi cabeza, y cincuenta mil
comensales se agacharon a desayunar como galgos alrededor. Todo fue tan rápido
que sin darme cuenta, me vi repartiendo vasos de soya caliente, quáker con
manzana por doquier, pan con escabeche y platos arroz con pollo recalentado…
-¡Sale un rico pan con relleno...!
-¡Caramba!
¡Pero qué hago yo aquí! -reaccioné en voz alta.
-¡…Lo mismo decimos nosotras!
Las
airadas negociantes armadas con cucharones de palo me miraron feo, llamaron al
policía de la cuadra, me corretearon arrojándome café caliente sobre la camisa,
una combi casi me mata y cinco vigilantes pensaron que era un ladrón y también
me persiguieron de la mano de cinco pitbulls carniceros que ya me saboreaban la
pierna. Los comensales del pan con pescado aprovecharon el pánico para darse a
la fuga, y un policía me hizo pagar esas diferencias.
Sin
plata y a una cuadra de donde estuve al inicio me detuve. Se instaló a mi lado
un ferretero al paso, me aparté por enésima vez; luego vinieron diez carretas
de emoliente, y de nuevo me botaron. Le siguieron diez cochecitos de gaseosas y
me fui sin que me dijeran algo. Diez vendedoras de caldo de gallina me arrimaron,
después veinte carretillas humeantes de caldo de mote…
-¡Ya, más allá joven, más allá…!
No
sé de dónde salieron como hormigas un montón de puestitos de celulares al paso,
varios de yucas fritas, de relojes baratos, de camote asado, de ensaladas de
frutas, de...
-Ah,
ya sabemos… y como usted es un caballero educado y muy pacífico se fue otra vez
más allá.
Me
fui.
Sí.
Pero
al diablo porque en ese momento ya había perdido la paciencia, y no por
pacífico sino por cojudo, que es la palabra exacta con la que se denomina a un
caballero educado y muy pacífico que busca un paradero en esta zona de Puente
Nuevo, entre San Juan de Lurigancho y El Agustino.
¡Caracho!
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