Anoche
no dormí nada debido a mi terrible insomnio.
Sufrí contando ovejas como loco hasta que se me coló una tortuga entre ceja y ceja. Pensé en un diazepán. No había. Eran las tres de la mañana y a esa hora lo único que podía prolongar, con todos mis intentos por dormir, era el tamaño de mis ojos abiertos que ya parecían dos pelotas de vidrio cuarteado-y eso que dicen que soy medio chino-.
Sufrí contando ovejas como loco hasta que se me coló una tortuga entre ceja y ceja. Pensé en un diazepán. No había. Eran las tres de la mañana y a esa hora lo único que podía prolongar, con todos mis intentos por dormir, era el tamaño de mis ojos abiertos que ya parecían dos pelotas de vidrio cuarteado-y eso que dicen que soy medio chino-.
Pensé
en leerme las escasas ediciones de nuestro amigo Pardavé, por orden de mi
psiquiatra, o las 24 ediciones completitas de Los Andes. Lo hice. Y aunque no
me crea empecé a agarrarle curso a la modorra… hasta que tropecé con la columna
de Sofía Bejarano… y de nuevo con los ojos hecho vidrio molido.
Y
me dije: un bendito insomnio no me puede ganar.
Prendí
el televisor desde el control remoto y encendí por error el equipo a todo
volumen, y de paso, desperté a los vecinos de a lado junto a sus cuatrillizos
de tres meses y medio que chillaron como si Herodes los estuviera matando. Tiré
el control remoto, salté desesperado a desenchufar el equipo y lo hice tan bien
que lo arranqué de la pared y me quedé con la toma de corriente en la mano
junto con un chispazo de 500 mil voltios que fulminó mi lámpara de pie.
Pero
qué importa mi lámpara, pensé, mi única intensión era dormir y eso iba hacer…
claro, después de que los padres de los cuatrillizos terminaran de maldecirme y
de hacer dormir -de nuevo- a su prole. Mientras tanto regresé a oscuras hacia
mi cama. Me enredé con el cable del televisor y me caí sobre la alfombra donde
casi me trago el control remoto. Me arrastré, me agarré de algo y la lámpara de
pie me cayó sobre la cabeza.
Y
creo que fue lo único que funcionó porque al despertar me di cuenta que eran
casi las ocho de la mañana. Salí disparado a trabajar y me regresé, también
disparado por una frase que me lanzaron en plena avenida: ¡inmoral! …porque
nadie en este mundo se va trabajar en calzoncillos.
Me
vestí desesperado.
Volvía
a salir.
Me
encontré con un par de sonámbulos que cargaban unos cuatrillizos a punto de lincharme. Me pasé de frente, llegué al paradero y la gente me miró
como un bicho raro. Me di media vuelta, regresé. Tenía el pantalón al revés y
los zapatos de distinto color. Pero qué mala suerte, eran casi las ocho de la
mañana y no podía vestirme bien todavía.
Volví
a salir.
Me
subí a una combi repleta y me estrené de contorsionista. Me agarró un calambre
en la columna vertebral y me doblé hacia una señora que casi me pega una
cachetada porque creyó que la quería besar. Me doblé hacia el otro lado y había
un grandulón fisicoculturista que también pensó lo mismo. Me cobraron el
pasaje. Me di cuenta que no traía la billetera. Me bajaron en medio camino a
Puente Nuevo. Intenté regresarme a pie y veinticinco pirañas me cerraron el
paso.
Me
subí a un taxi de nuevo a mi casa.
El
taxista que me llevó era un buen hombre, y lo era porque cuando le conté mi
desgracia por el insomnio de anoche me entendió y me esperó en la puerta de mi
domicilio a esperar que sacara dinero y le pagara. Pero cuando supo que no
tenía la llave –porque la había olvidado adentro de mi casa- y que no
podía entrar, me persiguió con un hacha hasta la comisaría de la Huayrona desde
donde escribí esto por el resto de la noche porque tampoco tuve sueño.
¿Habrá
-digo yo- algún organismo u ONG que se interese por la salud de este
insomne vecino de san Juan de Lurigancho?
Pásenme
la voz.