jueves, 26 de junio de 2008

Chinorrata... mi billetera

El infecundo del “chino” Facundo “Chang” es un caso extraordinario. No tiene nada de oriental, pero es fujifanático a mares. Entenderán entonces por qué le decimos chino “Chang” ¿Lo entendieron?

Lo que pasa es que también le decimos “Chang” desde que engordó 90 kilos, por eso, cuando lo vemos le gritamos ¡Chino-Chang-chito! –ojo, sólo quienes le tenemos confianza absoluta y aquellos temerarios que se arriesgan a un pulverizante kara-tazo, porque el chino Facundo es experto en todas las materias del acné, que nada tienen que ver, pero que, cuando se arrebata, vaya uno a soportarle la cara de buldog con barritos que se le frunce.

Hace poco nos vimos. El gordo tenía la expresión flemática de siempre, la de un hombre feliz, la de un gordo bueno, bonachón; un pan de Dios que se iba hasta la calle Colina a recoger un cuadrito que juró mostrarme si lo acompañaba.

Lo hice, y no por curiosidad al susodicho cuadro, sino para saber si la humanidad del gordo seguía con el rollo del anticucho fujimorista que siempre lo había caracterizado.

Y ustedes qué creen.

Me mostró de su billetera un carné que certificaba –por fin, porque antes sólo era hincha- su anhelada militancia al partido (ahora ya saben los méritos de Facundo para ser un infecundo).

Estamos preparando la campaña: Liberen a Fuji, me comentó, muy entusiasta y con la sonrisa de oreja a oreja que parecía que en cualquier momento se las mordía.

En ese momento se me estiraron las tripas. Empecé a remangar la memoria para revolcarlo con cada uno de los delitos de lesa humanidad cometidos por el gobierno de aquel ex dictadorzuelo, sátrapa y fugitivo Inami Mitsumoto, o simplemente Alberto Fujimori en cuestión.

...Estaba en mi salsa refutándolo a diestra y siniestra justo cuando de pronto algo atropelló mi careo con el gordo.

¡Eran los jinetes del apocalipsis fujimorista quien me interrumpieron con una marcha! ¡los desmemoriados sociales, la vergüenza ajena! Ah no, me achoré; así  no vale. Pero era tarde porque el gordo se había entusiasmado tanto que comenzó a corear esa conocida frase de antología: ¡chino, chino, chino!.

Qué era. Que una fauna de simpatizantes con pancartas, fotos, binchas, banderolas, pitos y matracas fujimoristas, nos envolvió de buenas a primeras. Todos, con el pulmón en la boca y porfiando: ¡Se viene! ¡se viene! ¡el chino sí conviene! ...y a mí lo que se me venía era el desayuno que en ese momento se me avinagró...

Por supuesto que me quedé mirando la escena con la misma contemplación que se merece la sarna, una ameba o un bacilo de koch, a diferencia del infecundo de Facundo, quien al parecer, ya había ensayado todos los pasos del baile del chino, pues lo vi contoneándose y con los brazos en alto y al medio de semejante bochinche peliculero que además lo levantaba en peso de cuando en cuando.

El gordo estaba en su jarana. Estaba feliz.

Micki -no el ratón-, sino yo, por salud mental me arrimé a un lado a esperar que la turba despidiera en algún momento al gordo, secuestrado por aquella -hay que reconocerlo-, libre, respetable y a la vez, cultura de la pluricultura amnésica que todo lo consciente en éste país 

Cuando todo pasó, el infecundo del chino Chang -chino de risa también- me dijo que sólo el fujimorismo, que crecía a pasos -con él a pesos-  agigantados, salvaría el país, porque eran un sentimiento, una hermandad...

Con ese floro me tuvo hasta que llegamos al taller de la marquería de la calle Colina donde le entregaron el dichoso cuadrito envuelto en papel cometa que ningún interés me causó.

Te voy a enseñar mi religión, me dijo orgulloso el gordo.

...Era la foto ampliada del prófugo. Qué más se podía esperar. 

Nada había de extraño hasta ese momento si el gordo, después de recibir la factura por el trabajo y teniendo al maestro de los cuadros con la mano esperando su respectivo pago, no se hubiera puesto a rebuscar algo que sus manos no encontraban.

Rebuscó en el bolsillo izquierdo del pantalón, en el derecho, en el bolsillo de la camisa, en la casaca. Se miró hasta los calzoncillos y volvió al pantalón. El gordo empezó a sufrir, a ponerse más pálido que un tuberculoso, esta vez, ya con la expresión de un diarreico al que la pila le ganó la carrerita al fondo a la derecha.

Pobre gordo. No encontró ni aire en los bolsillos. 

¿Su billetera, dónde estaba? 

¡-No! 

-Sí -le decía yo. 

-¡No puede ser! -volvía a porfiar.

-Sí -le dije-. Lo supuse; acabas de ser asaltado. Un robo pluscuamperfecto gordito -le repetía. 

Honestamente lo habían levantado en peso.

Se puso a llorar como un niño. 

¡Ya vez, el chino fugitivo tiene la culpa! -recuerdo haberle dicho con crueldad.

¡Chinorrata mi billetera! -también recuerdo que gritó, y en el fondo ni siquiera por su billetera, sino por su primer carné de militante que allí estaba, y que tenía que volver a tramitar si quería ganarse un puestito de empleado público con algún fujicongresista.

La verdad es que hasta hoy no lo entiendo.

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