martes, 3 de junio de 2008

Mi espíritu navideño

Los que me conocen -para su mala suerte- pueden dar fe que mi entrañable espíritu navideño debe estar tan adentro mío que a veces ni lo siento. Me parece que después de todo sigo graduándome puntualmente en cada diciembre con todos los honores correspondientes de un aguafiestas absoluto.

¿Y por qué?, se preguntará usted.

Debo reconocer que no es honrosa esta confesión así que, como dicen los dermatólogos: vayamos al grano.

Toda empezó con el bendito pavo de navidad.

A mí nunca me gustó el pavo, menos al horno, en estofado, ni en hamburguesa o sandwich, y obviamente, prescindo de aquellos que se la pasan toda su vida haciendo méritos para identificarse con esté plumífero animal.

Pero el problema de fondo no fue la simple existencia del dichoso pavo en cuestión, sino que confesara públicamente durante el almuerzo, mi desdén por este tradicional plato que muchos creen digno e indispensable de la cena navideña...

Fue ahí donde comenzaron los problemas, caray.

Primero porque todos me miraron hasta provocarme la sensación que tiene todo pavo en diciembre. Y digo yo ¿a todos les gusta el pavo? No lo sé, me parece que no. En mi familia, que no es muy numerosa, soy el único que no come pavo. También pues, el pobre pavito al horno no se acaba nunca. Se lo comen el 24, queda para el 25, sigue quedando el 26. En el calentado del desayuno, en el almuerzo, el lonche y la cena del 27 continúa la tortura: el pavo se resiste a desaparecer.

Uno abre el frigider y encuentra pavo, abre los sanguches en la oficina y encuentra pavo, uno se mira al espejo y qué creen, -y resulta que hasta el aguadito del almuerzo era de pavo-, y para variar, la mascota de Elizabeth Quispe resiste a empujarse un ala de 30 centímetros porque ya se dio cuenta que al perro de la casa le han visto la cara, también de pavo, y lo han estado estafado con el mismo hueso hasta la bajada de reyes, y ahora el can preferido quiere su ricocan. Abuso.

Entonces decidí que mejor era cambiar de conversación, y como las postales en cadena que llegan por internet -¡y que a mi ya me llegaron... ya sabes usted a dónde!- me producen la misma repulsión que se merece la sarna, pensé que todos estarían de acuerdo en que semejantes mensajes por correo eran una reverenda pérdida de tiempo.

Era terrible abrir el correo -les dije- y encontrar cincuenta mil mensajes de navidad adjuntos de cincuenta mil correos a quienes les ha llegado el mismo floro con el mismo besito de yapa y todavía de un fulanito que ni siquiera conocemos, y que de paso, la hace de terrorista arrimándonos la amenaza de, que si no la reenviamos a otros cincuenta mil cristianos, la maldición de Ollanta Humala nos chanca en el 2011 completamente recargado. Qué miedo ¿verdad?

Por culpa de esos correos mi pobre Windows 98 hasta ahora no termina de resetear. Con decirles que ya la tengo que llevar a Wilson -no a las galerías de la avenida sino a mi amigo Wilson que es programador de sistemas-.

Y qué creen.

Mi comentario sobre las postales en cadena fue todo un éxito. Creo que por eso todos dejaron sus almuerzos a la mitad y se fueron corriendo, no sé si a internet o buscar agua de azahar, pero se fueron.

Después me enteré que todos los que me habían enviado esas postales con sus mejores deseos eran los que me acompañaban en la mesa. Y no es que uno quiera ser aguafiestas, pero ni siquiera estamos seguros que el niñito Jesús haya nacido el 25 de diciembre.

¿Ya ven?

¿Entonces quién inventó la navidad que celebramos?, se preguntará usted, -yo también-, que cosa creen. Habría que consultarles a nuestros tátara ancestros por medio de la ouija o al cardenal Cipriani que todo lo sabe.

En realidad la historia de la navidad puede ser más vieja que andar con los pies, pero lo que se celebraba en diciembre allá por el año 354 -para información del vulgo- era el famoso solsticio, o sea que hasta la navidad, muy en el fondo, puede que sea una estafa después de indagar como curiosos.

En Egipto, por ejemplo, en esos años uno se vacilaba rico el 25 de diciembre dándole su serenata dios Horus -divinidad solar-, y de paso se mostraba en público a un niñito recién nacido para ganarse con la bendición de los rayos solares –¡así de ingenuos!-.

Los romanos también juergueaban, aunque sin regueaton ni perreo navideño, pero con un carnaval de padre y señor mío donde no existía comilona con pavita trozada San Fernando, ni chocolate y ni siquiera el Panetón del Amor del padre Martín, y más bien fueron culpables los romanos de que ahora, estemos con el rollo del amigo secreto porque ellos acostumbraban intercambiar regalitos a la media noche.

En el año 274 el emperador Aureliano eligió el 25 de diciembre para consagrar un nuevo templo al astro rey -que no era ni Maradona ni Pelé- pero que nacía fulgurante y esperando que los D´onofrio en algún momento le inventen su helado.

En la mitología cristiana Jesús era el sol que nace, el sol de la justicia, era lógico pues que se colocara la fiesta en su nombre para sustituir la juerga pagana que ya existía. Además en los tiempos del cristianismo nadie festejaba las fechas de nacimiento de las personas sino el de la muerte.

-¡Ajá!, ahí sí que no estoy de acuerdo, señor, ¿o sea que de ser igual hasta nuestros días los mariachis se hubieran quedado sin chamba y las tortas no hubieran existido a la media de la noche en el cumpleaños de Diana?

Esa misma pregunta se la hice a la pareja circunspecta de Martín Minaya y su novia, quienes al sacrificar todo su almuerzo conmigo, se mostraron imperturbables y con unos ojos de asombro afilado; yo pensé que eran por el interés total que les causaba mi conversación, y resulta que ambos eran catequistas de confirmación de una parroquia de Breña y estaban terminando la carrera de pedagogía para ser maestros de religión y recién llegaban de armar su arbolito de navidad. 

La verdad es que no siempre le cae uno bien a todos.

Ahora, lo que no entiendo es por qué desde ayer cada vez que me ven almorzando, ambos se colocan unos crucifijos de plata y buscan la mesa más alejada para descansar.

No será por lo que les he contado ¿no?

Ya me lo hubieran dicho, creo.

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