sábado, 15 de noviembre de 2008

Un cerro de historias

"Imponente, imperturbable observador de la historia, centinela adusto, legendario, místico anfitrión. Su mirada serpentea, nos persigue, atraviesa la capital, los barrios marginales. Sus ojos apenas advierten, peinan distritos. San Juan de Lurigancho, El Agustino, Comas. Chorrillos se pierde en el mar cuando el sol abraza aplomo. Desde su mirador, Lima es una ciudad de puntos, de manchas grises y de hormigas, una interminable cuadrícula sin fin, una maqueta gigante de donde jamás, alguien podría sospechar que la observamos".

A pesar de los relatos sin gracia de las improvisadas guías de los llamados urbanitos, que nos cuentan anecdóticas historias de la Lima de antaño, nada es tan emocionante como ascender por el estrecho camino de las cruces que nos lleva al famoso Mirador del San Cristóbal en el distrito del Rímac, especialmente, cuando nuestra megalópolis sin fin, se extiende a los lados para luego, cuando sobre ella estamos, irse reduciendo hasta agachar la cabeza temerosa pues se ha dado cuenta de aquel osado visitante que llega al cerro y experimenta, por fin, la sensación de tener el mundo a sus pies.

Hay quienes, novatos turistas, descubren recién aquel furtivo inquilino acrofóbico que dormía en ellos, y se aferran al asiento, se arrepienten del viaje, de la ventaja de tener la ventana a lado, y le corren a la belleza panorámica que les brinda la altura circular envidiable de las aves. Pero el San Cristóbal no sonríe, parece un hermano mayor, de brazos cruzados y celoso que tampoco le sonrió a los indígenas, a Francisco Pizarro y al mismo Don José de San Martín quien la vio como todos, de cerca y de lejos. En realidad, los hombros del cerro ya estaban resignados a los visitantes desde 1928, cuando el Presidente Balta reinauguró la cruz que coronaba el mirador y que hasta ahora le sirven, con esos potentes reflectores al interior del madero, de ojos nocturnos que nos rescatan de perdernos desubicados bajo la luna e iluminándonos de la cima con un brillo blanco perseguido de un camino de luces amarillas.

Al llegar al Mirador, los cabellos luchan contra el ventarrón que va y viene sobre la plataforma de asfalto negro que nos mantiene, y más de uno, al bajar de la cúster, alista impaciente su cámara fotográfica o de vídeo, y corre a ganar espacio en ese borde de concreto, que por debajo de cualquier lado que uno elija, deja ver interminables distritos grisáceos, cerros vecinos que parecen súbditos ansiosos de corona, manchas casi imperceptibles de viviendas inanimadas y millones de puntos morosos distribuidos en su propia rutina. 

Un espectáculo cartográfico o como dicen algunos, vespuciano, si el mar estuviera más cerca. Claro, hay quienes van, también, con los ojos indefensos de un recuerdo humilde, pero son rescatados por aquellos vendedores odiados abajo en la capital, quienes provistos de instantáneas y binoculares, ofrecen sus productos de forma moderada, y la mayoría, alcanza a distinguir admirado un distrito que intentaba huir, un edifico lejano por donde ha pasado tantas veces creyéndolo un gigante implacable. De pronto los flashes al pie la cruz, junto a las flores amarillas y de todos los ángulos posibles que certifiquen un sólo argumento: "sí, yo estuve allá arriba", "mira, yo fui a la cruz del cerro", y en la puerta del minúsculo Museo colonial también posan, preguntan, piden volantes, algún folleto, haciendo valer al máximo los veinte minutos sobre la cumbre itineraria del San Cristóbal.

Si hay calor hay bebidas y pasteles disponibles como en todo lugar turístico, y si hay frío, hay café caliente a la orden para soplar el humo y beberlo hablando de lo impresionante que es sentirse grande desde allí. Entonces, en ese ventarrón que enfría el café no falta un hombre que refresca viejas lecturas de la memoria y recuerda que antiguamente consideraban a los cerros como apus o dioses que cuidaban los extensos valles del pasado, y fue la llegada de los españoles, quienes en busca de apartar a los habitantes de las costumbres idólatras que tenían, plantaron cruces en la parte alta de todos los cerros bautizándolos con el nombre de santos. Es cierto, asiente la cabeza un profesor a lado que se invita a la memoria, y cita a Pizarro, el fundador español quien bautizó al cerro con el nombre de San Cristóbal, en agradecimiento por haber liberado a la Lima de la invasión de Tito Yupanqui, enviado de Manco Inca en 1536.

Estaban dispuestos a luchar y hacer respetar sus derechos sobre los españoles; los nativos intentaban cruzar el río Rímac pero eran arrastrados por las aguas caudalosas de ese tiempo y morían. Por eso es que los españoles decían que era milagro de San Cristóbal y fue así que el nombre del cerro se quedó hasta ahora junto a la cruz.

Los jóvenes que están aprovechan para seguir con los besos del camino, no se sueltan y son, quienes aprovechan bajar por unas gradas con baranda hasta un peñasco rocoso que da a un distrito vecino. Allí si que hay besos elevados y las caricias, sin excepción, son de alto vuelo. Pero los veinte minutos no perdonan. Se han terminado. La guía supervisa los boletos, los asientos de la cúster, cuenta los pasajeros, cierra las puertas y a través del micrófono comienza a describir el regreso mientras el conductor emprende el camino de bajada.

El descenso es breve. 

Nos sumergimos despacio en aquel monstruo urbano que nos empequeñece abriendo las fauces y nos engulle en el distrito de tradición, entre callejuelas rosadas, por el Paseo de Aguas, el Convento de los Descalzos y la Casa de la Perricholi. 

De pronto, sin darnos cuenta, somos nuevamente normales. Aquella monumental maqueta cobra vida y el jirón Trujillo se vuelve angosto. El tráfico y su gente se va quedando atrás para llegar a la Plaza Chabuca Granda y volver a ver de muy lejos, aquel motivo de historia que enorgullece no sólo a los vecinos del Rímac, sino a todo visitante que coincide una frase contundente: es el majestuoso San Cristóbal.

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