martes, 21 de abril de 2009

Los benditos carnavales


A mí nunca me ha gustado bañarme en público; por eso, si existe un mes del año en el que detesto salir a la calle los fines de semana, ése es siempre febrero. 

Y no es que me crea un paria, porque tampoco soy muy casero; pero eso de salir hecho un anís para terminar fusilado con agua de dudosa procedencia y por una tribu de salvajes -también de dudosa procedencia…- es algo que aborrezco.

-¡¡¡Oiga oficial, esos pandilleros acaban de mojarme… además acaba de desaparecer mi billetera!!!

-¡¡¡…Caramba!!! ¡¡¡...Deben ser los mismos que me mojaron el uniforme nuevo!!! …que mal momento. ¿Mi placa…? ¿Alguien ha visto mi placa…?

Pasa en todos los lugares. 

En la calle, el agua te cae desde el último piso de un edificio donde nunca hay nadie; en el bus, por las ventanas, y si tienes las ventanas cerradas las destrozan a globazo limpio con tal de mojarte por las puras alverjas como diría mi abuelo; porque en éste país si la ley existe, ésa es la de la jungla salvaje.

Dicen que antes nuestros tatarabuelos elegían a una reina de la primavera que apenas enseñaba la rodilla, y que para vacilarse rico se ponían duros… pero con la camisa y el saco bien almidonados para moverse al ritmo del mambo, y que para mojar con la vecina… o sea echarle una pizca de agua, lo hacían previo consentimiento de la víctima quien, aunque usted no lo crea, se sentía halagada de recibir semejante chorrito.

Después fueron nuestros padres con la sonora matancera. Se choreaban el talco del bebé y se soplaban entre todos repartiendo picapica de papel metálico por los aires, y sólo cuando había confianza, y bajo contrato estipulado con el marido de la vecina, uno podía mojarla con un balde de agua limpia y a tres metros de distancia, y siempre chequeando el esposo por detrás; aunque al final todos sabemos que terminaban borrachos bailando el fuma el barco, fuma el barco… hasta las últimas consecuencias.

Nuestros abuelos que ya se han muerto -junto con los abuelo de Juaneco- lo pueden certificar previo jueguito de la huija, que puede ser más interesante que jugar a los carnavales.

Eso le sugerí de muy buena intensión a la horda de nativos estacionados frente a mi casa. Y creo que no entendieron el mensaje porque de pronto me acribillaron con globos, betún, pintura y agua pestilente.

Regresé a mi casa -de nuevo- pero más embetunado que los zapatos de Víctor Vega. Me cambié. Estudié media hora la situación con binoculares por la ventana. Volví a salir y la horda ya no estaba.

Mientras esperaba un taxi pasó una combi. Lo detuve. De allí salió un baldazo de agua aceitosa que me dejó un mal sabor -porque estaba con la boca abierta-, y terminé peor que pato flotando en medio de un derrame de petróleo.

Volvía mi casa a bañarme. Volví a salir -y volví a persignarme-. A tres pasos de mi casa cincuenta globazos de agua me llovieron con extraña exclusividad que miré al cielo y maldije buscando al miserable. Cincuenta globazos más volvieron a empozarme las orejas.

-¡Eso te pasa por maldecir! –escuche una voz desde cielo.

Volvía mi casa -por enésima vez-. Ya no me cambié ni me bañé. Estaba decidido. Salí con una maleta de ropa y zapatos limpios para cambiarme en casa de Betzy. Antes de llegar a la esquina doscientos mocosos con globitos de colores, baldes diminutos y talco me acorralaron.

Me dejé acorralar.

Me volvieron a mojar.

Me reí de todos.

Avance unos metros.

Una manada de estrafalarios apareció de nuevo persiguiendo a una muchacha en minifalda que me pidió ayuda y me tomó la mano abrazándome.

De pronto nos acorralaron entre una espesa nube de talco, una ola gigante de pintura de colores y agua oscura que mis ojos se cegaron por un momento.

Cuando por fin abrí los ojos descubrí que en la mano, en vez de mi maleta tenía el asa de plástico de un balde ahuecado.

-¡¡¡Mi maleta…!!! ¿Alguien ha visto mi maleta? -grité.

-¡¡¡Mi revolver…!!! ¿Alguien ha visto mi revolver? –sollozaba alguien a mi lado.

Era el pobre policía hecho un estropajo al que extrañamente estaba agarrándole la mano.

¿Entienden ahora por qué no me gusta salir en carnavales?




sábado, 27 de diciembre de 2008

Estrenamos presidente


La reciente elección de nuestro colega Víctor Vega Paz, como flamante Presidente Del Círculo de Periodistas y Comunicadores Sociales de San Juan de Lurigancho (CPYCSSJL) el pesado 14 de diciembre –pesado porque a pesar de los 300 grados de calor estuvimos fieles en nuestra cola para emitir el voto-, es una señal de nuevas perspectivas para nuestra institución descuidada por muchos de sus asociados.

-Ah… pero su chamba es fácil, oiga usted… que nos dé nuestro carné de prensa y punto.
-¡¡¡No señor. Nada que carné de prensa y punto. Eso ya fue!!!

La tremenda responsabilidad de Víctor Vega terminará dejándolo sin apellido, o sea sin paz, cuando enfrente con baygón a todos aquellos oportunistas que se cuelan en el gremio vendiendo artículos mal escritos y valiéndose del carné para la estafa.

No es fácil ser la cabeza de una institución. Primero porque, los gastos administrativos de coordinación, de representación, de actividades, de papeleo, además del caldo de gallina, saldrán de su propio bolsillo al punto que terminará perdiendo la cabeza. Segundo. Cuando necesite la participación de sus ochenta socios se dará cuenta que sólo cuarenta recuerdan que son socios; veinte los que saben que él ha sido elegido Presidente; diez los que se comprometen a ayudarlo, cinco los que cumplen con llegar –aunque después de tres horas- a las actividades cuando ya todo está hecho; y sólo tres quienes llegamos puntuales a las reuniones de los martes.

Cosa increíble porque cuando hay almuerzo y champaña por el Día del Periodista aparecen quinientos socios incluidos las esposas, las amantes y hasta las empleadas –y con carné de periodista- y con tazón en la cartera para el calentado del desayuno.
Pero esos detalles no intimidan a nuestro nuevo Presidente…

-Víctor, y ese pomito de agua de azahar… ¿para qué es?

Por eso, durante su discurso de juramentación, Víctor ha sido claro y lanzó algunas pepas -de palta para los infiltrados- con las que iniciará su labor a partir del 1º de enero del 2009.

Ha prometido el reempadronamiento oficial con penicilina incluida y con copia certificada a todas las instituciones del país, la recarnetización a gritos de parturienta de todos los socios y bajo el nombre de Socio y NO de Prensa como hasta hoy por la mañana usan algunos gacetilleros que prostituyen la chamba para su mermelada. Y entre ellas, un rol de actividades que incluyen la capacitación a través de universidades de prestigio. Eso para empezar, como quien dice de entradita.

Su iniciativa es prometedora y da pie para que su Plancha Directiva donde se incluyen nombres como el de Elizabeth Quispe, Néstor Rojas, y el que escribe, se comprometa aún más en su proyecto de redondear la imagen del Círculo de Periodistas en el distrito.

-Oiga pero pajarito me ha dicho que no invitan a las reuniones…

A ver, cómo le explico. A mí pajarito me dijo que el alcalde había sido defenestrado y que en su lugar estaba nuestro amigo Ronquillo dando amnistía tributaria retroactiva a cincuenta años atrás. Qué le parece.

Pero lo importante aquí no es lo que digan los demás sino lo que en adelante debemos hacer para apoyar la labor de Víctor Vega; estimular la cooperación que de muchos no tuvo Oscar Larenas durante sus dos años de labor. Si los asociados no aportan, no vienen a las reuniones, no cumplen los compromisos… No joroben pues. Así no se puede hacer nada.

Pero aquí entre nos, habría que pedirle a nuestro colega Larenas vaya entrenando a Víctor Vega en algunas de las tareas de mago, cuando organice los desayunos en Asentamientos Humanos y no tenga ni siquiera un solo centavo; cuando vea de dónde saca los trescientos almuerzos del Primero de Octubre, fondos para las actividades sociales, plata para los locales, para las charlas, los forum de medio año.

Conseguir donaciones no es sencillo, porque ni siquiera hay sencillo para las llamadas por teléfono. Torear los gastos es imposible, invitar personalidades, mantener buenas relaciones –sociales no sexuales-, mover todo un aparato logístico –además de rezarle a la virgencita tres días antes para que todo salga bien-, no es fácil. A ver usted récele a la virgencita del parque y haga aparecer un sol. De hecho que virgencitas no va encontrar, y lo que encuentre le va hacer gastar más de un sol, créame. ¿Terrible, verdad?

La mayoría de veces todo ha procedido gracias a la confianza y la integridad de quien coordina las actividades, y en este caso, la imagen de Oscar Larenas como Presidente ha hecho posible, hay que decirlo, muchas de las actividades que la sóla imagen de nuestra institución no hubiera podido conseguir.

Adolecemos de ello, de imagen. No se pueden remendar los objetivos del Círculo de Periodistas en base a una persona –pero sí se puede remendar los bolsillos de nuestro nuevo Presidente y del que escribe esto, de seguro que sí-.

Ésta tiene que ser una labor conjunta. No importa la cantidad, sino la calidad de socios que El Círculo de Periodistas y Comunicadores sociales de San Juan de Lurigancho pueda albergar. 

Por ello, como institución su trabajo deberá tener la integridad moral y la capacidad hacer respetar el ejercicio profesional periodístico y respaldar a sus asociados ante cualquier atropello de quien no quiera respetarla.

Éxitos a nuestro amigo Víctor Vega y a su nueva Directiva.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Las neuronas de Gutiérrez


Estoy de acuerdo. El burro es y será, por excelencia, el animal doméstico que pertenece a la familia de los que no entienden, y que a su vez se clasifican en el orden de los más obstinados ejemplares de la bestialidad humana.

-Oye Gutiérrez, deja eso que te vas a electrocutar…

-No… que yo sé arreglar, hombre. Todas las cafeteras son iguales…

Y al rato nuestra cafetera le explotó en la cara convirtiéndolo de blanco a negrito de tribu Ponapé, achicharrándole con justicia las pestañas, apagando todas las computadoras de la cuadra, movilizando a quinientos curiosos que ya habían llamado a los bomberos y dejándonos el desayuno con Inca Kola en vez de café.

-Oye Gutiérrez no desarmes la fotocopiadora que es nueva…

-No… ¡ya está ya…! Sólo movemos este cable… y…

…Y la madrugada del viernes se la pasó aderezando encuentro, pechuga y pescuezo, y repartiendo polladas durante el almuerzo para costear el bendito mantenimiento que hasta hoy no termina de pagar.

¿No es acaso un burro este señor?

En la oficina siempre hay un tarado que destaca por sus cualidades de bestia. Y claro, decirle burro -con el perdón del más respetable onagro o el más débil de los burdéganos de la sabana- es una ofensa para estos animalitos de Dios que no son burros por el puro gusto de dar la contra.

Si un burro se sienta y dice no camino más cuando usted le habla, no lo hace. Primero porque está cansado y porque cuando está cansado se merece un descanso, y los burros, así como su amante la mula tienen un increíble sentido de valoración por su existencia. Y segundo, porque a los burros así usted le hable en 14 idiomas jamás le va entender porque es un animal y si usted insiste terminaría siendo más animal que el burro, pero bueno.

-¡Estoy hasta la herradura y no me insitas porque te agarro a patadas…!

Y una patada de burro es como para que la soporte, con más justicia, otros burros como Gutiérrez y sus íntimos, porque todo burro tiene íntimos, y si se dan cuenta, siempre se junta con otros burros que relinchan cada sandez. Aparte que se reproducen en la oficina peor que los hongos.

-Para mí el padre del marketing siempre va ser Carlos Marx.

-Ah sí… sí lo he leído. El que escribió hace tiempo Los dueños del Perú.

Allí me di cuenta que la estupidez humana también es causa o por lo menos induce a la catalepsia, porque así me quedé.

Díganme, por Dios. ¿Esto no es una masacre al sentido común y las neuronas?

Entendí que la bestialidad había alcanzado la estratosfera cerebral de Gutiérrez y de su amigo comiéndose hasta el último de sus nervios cerebrales, pero haciendo un esfuerzo sobrehumano reaccioné, levanté mi almuerzo y me alejé quinientos metros hasta la cafetería donde Flor degustaba un delicioso postre de calabaza, y de paso resolvía un crucigrama. Al sentarme a su lado me preguntó al aire:

-Revolucionario argentino-cubano de tres letras…

-¡Carlos Marx…! ¡Carlos Marx…! -respondí, como si fuera una grabadora automática debido a semejante diálogo que me fulminó el sentido común.

A la pobre Flor Flores que había quemado cerebro cinco años en la universidad estudiando sistemas y que era lectora de Kafka y Saint - Exupery, hasta ahora no le encuentran las pepitas de la calabaza que se le impregnaron hasta en el cerebro de la impresión. 

Me han dicho que soy el culpable y que otro día no sea un burro a la hora de contestar.

Y toda la culpa la tiene Gutiérrez y sus neuronas.


sábado, 15 de noviembre de 2008

La belleza frágil

Sofía Mor se detuvo. La oficina adelante, la puerta abierta. Pensó, siempre saludaba igual: Hola. Un beso en el rostro y una sonrisa. ¿Por qué siempre, por qué haría mismo esta vez?, y después: ¿Y por qué no podría seguir siempre así? Siempre, esa terrible palabra que odiaba. No. Ahora era diferente, tenía que serlo. Especial, al menos ese día; aunque la decisión no fuera natural, sino más bien impuesta por ese carácter que le asaltaba la necesidad de saber, que ella, era siempre mejor que los demás, incluso que el mismo Santiago. ¿Era solamente eso? La pregunta no pasó por su mente. Pero, cómo podía ser diferente con alguien que apenas le había sonreído. ¿Era posible? Ella era linda, y ser linda era ser decente, bonita, mucho; y eso significaba también, en parte, ser una mujer virgen, lo demás no le importaba. Lo sabía, su madre se lo había dicho desde niña. Decente (otra vez), superior. ¿De verdad lo era? ¿De verdad era una mujer virgen? Ella misma se contestaba. Por qué no. Sí lo era. Joven, fresca, elegante, y también virgen. Repasó sus pechos por sobre la blusa, los acomodó intentando levantarlos con ambas manos. Se miró, reconoció la mirada que a veces usaba logrando un brillo de emoción que a ella misma le convencía y entró. Hola Santiago, saludó, y lo vio levantar la vista, reconocerla y sonreirle. Sofía se emocionó aún más, lo dejaba notar.  La alegría no era muy difícil de inventarse, había pensado antes, lo sabía. En el fondo estaba segura que era cierto. No pensé que llegaras temprano, dijo Santiago, dejando las hojas sobre el escritorio y levantándose para acercarse a ella y entregarle ese beso en la mejilla que la confianza, hasta ese momento, le permitía como saludo. Sofía dispuso el rostro con delicadeza, luego lo movió como accidentalmente estaba acostumbrada a hacer, y su comisura sintió el roce de los labios de Santiago. No era natural. Santiago pensó que había cometido una imprudencia, lo dejó notar sin palabras. Sofía se mostró igual. En el fondo sabía que lo había hecho sentirse distinto, aunque sea por un pequeñísimo instante, mientras su rostro mantenía un filo de vergüenza que parecía ruborizarse. ¿De verdad se estaba ruborizando? Y dejó un espacio de impresión como si Santiago fuera el que la hubiera encantado. Hubo silencio, y cuando ese paréntesis parecía transformar alguna o cualquier palabra urgente en los labios de Santiago, de pronto Sofía reaccionó como si recordará súbitamente algo y entreabriendo los ojos como emocionada y sorprendida. Santiago intentó decir algo. ¿De verdad era la misma reacción? Ambos terminaron interrumpiéndose y riendo. ¿Se estaban riendo de verdad? La química estaba lista, pensó ella. Qué ibas a decir, dijo luego. Mejor dime lo que tú ibas a decirme, dijo él. No, dime mejor tú. Sofía cercioró detrás de su sonrisa que el juego se había iniciado, y de nuevo ambos a los ojos, siempre a los ojos, y de nuevo el silencio. Sofía Mor parecía impactada, dejaba verse así, atrapada. ¿De verdad lo estaba? Y de nuevo a los ojos. Sentía que manejaba la situación. Se sintió bien con eso. ¿Sabes dónde puedo almorzar por aquí cerca?, preguntó. Yo voy siempre al Colina, es un lugar agradable a dos cuadras de aquí, respondió Santiago. No conozco, dijo ella. A qué hora almorzarás, le preguntó Santiago. Entre la una y las dos, cualquier hora, ¿irás hoy? Sí, le respondió él. Entonces, que tal si me enseñas el lugar, repuso Sofía con naturalidad, porque ya no eran niños, pensó, y salir a almorzar con alguien, proponerlo, no era cosa de ruborizarse, al menos no era algo que ella debía dejar notar como especial. Tenía ya 29 años y no iba a estar con pretextos infantiles, pensó. Bueno, ¿entonces te veo a la una y media?, preguntó Santiago. Mejor quince minutos antes de las dos, dame tiempo. ¿Tiempo?, se preguntó mentalmente Santiago. Por qué lo habría dicho, pensó. También se preguntó mentalmente ella, e inmediatamente, en medio de lo que decía, calculó qué cosa podía relacionar con esa palabra. Que tal si él le preguntaba. ¿Tiempo, por qué? Qué diría, intentó anticiparse ¿Te
parece bien?, dijo por último. No tengo problema, resolvió Santiago. Bien, te dejo, ya te salude y me voy porque tengo una ruma de fichas que revisar, dijo Sofía. Se despidió con un gesto maternal. Santiago no dejó de observarla, porque siempre observaba de frente a las írices, y antes de que Sofía volteara le dijo, por el color de sus ojos, que tenía los ojos de color caramelito. Sofía no lo esperaba. Qué significaba eso, ¿sus ojos? ¿caramelito? Por qué, y especialmente por qué de esa forma, prudente y hasta dulzona. Y esta vez, lejos de premeditar cosméticamente la emoción y las reacciones externas, sintió alguna sensación desconocida de hacía mucho tiempo. No había sentido aquello desde hacía años tras el intento de una relación con un hombre mayor que pocas veces le dijo algo que sus oídos hubieran deseado escuchar como si se lo dijera su madre. Todo lo estaba calculando pero el color caramelito de sus ojos de dónde lo podría imaginar. Allí se puso a pensar mientras salía.

-oOo-

Cogió el teléfono, marcó el anexo que antes había averiguado por su cuenta y la voz que oyó directamente fue la de Sofía. La sorprendió, sabía que la sorprendería. ¿Nos vamos a almorzar?, le preguntó Santiago. Cómo sabías que estaba aquí, le preguntó ella, ¿quieres saberlo? Sí, respondió. Pregunté, contestó inmediatamente Santiago. ¿Preguntaste? ¿a quién?, preguntaba ella, sin haber respondido hasta ese momento si iría o no a almorzar. Sólo pregunté ¿quieres que te diga a quién? Sí, quiero que me digas. Santiago había reconocido ese juego de palabras de antes. Sofía, también, había pensado que lo mismo le había pasado antes. Cuándo, se cuestionó mientras decía otra cosa. Van a ser las dos de la tarde. Lo sé. ¿Quieres irte ya? Tú querías conocer un lugar donde almorzar y yo quería acompañarte, dijo él. Y yo quería que lo hagas, ¿Querías? Sí, ¿Y ya no quieres? Quiero decir que quiero que me muestres el lugar, y quiero ir. ¿Tiempo presente? Sí, Entonces a que hora nos vamos. A qué hora me esperas. Estoy saliendo ahora. Entonces salgo ahora, ¿sí? Sí, Te espero entonces. Bien. Gracias por haber llamado. Gracias por qué. Sólo acéptalo. Lo acepto. Gracias otra vez. Por qué. Ya olvídalo, ¿sabes? Tienes la voz algo distinta por teléfono. Es la primera vez que me dicen eso. ¿La primera vez?, no te creo.

-oOo-

Un cerro de historias

"Imponente, imperturbable observador de la historia, centinela adusto, legendario, místico anfitrión. Su mirada serpentea, nos persigue, atraviesa la capital, los barrios marginales. Sus ojos apenas advierten, peinan distritos. San Juan de Lurigancho, El Agustino, Comas. Chorrillos se pierde en el mar cuando el sol abraza aplomo. Desde su mirador, Lima es una ciudad de puntos, de manchas grises y de hormigas, una interminable cuadrícula sin fin, una maqueta gigante de donde jamás, alguien podría sospechar que la observamos".

A pesar de los relatos sin gracia de las improvisadas guías de los llamados urbanitos, que nos cuentan anecdóticas historias de la Lima de antaño, nada es tan emocionante como ascender por el estrecho camino de las cruces que nos lleva al famoso Mirador del San Cristóbal en el distrito del Rímac, especialmente, cuando nuestra megalópolis sin fin, se extiende a los lados para luego, cuando sobre ella estamos, irse reduciendo hasta agachar la cabeza temerosa pues se ha dado cuenta de aquel osado visitante que llega al cerro y experimenta, por fin, la sensación de tener el mundo a sus pies.

Hay quienes, novatos turistas, descubren recién aquel furtivo inquilino acrofóbico que dormía en ellos, y se aferran al asiento, se arrepienten del viaje, de la ventaja de tener la ventana a lado, y le corren a la belleza panorámica que les brinda la altura circular envidiable de las aves. Pero el San Cristóbal no sonríe, parece un hermano mayor, de brazos cruzados y celoso que tampoco le sonrió a los indígenas, a Francisco Pizarro y al mismo Don José de San Martín quien la vio como todos, de cerca y de lejos. En realidad, los hombros del cerro ya estaban resignados a los visitantes desde 1928, cuando el Presidente Balta reinauguró la cruz que coronaba el mirador y que hasta ahora le sirven, con esos potentes reflectores al interior del madero, de ojos nocturnos que nos rescatan de perdernos desubicados bajo la luna e iluminándonos de la cima con un brillo blanco perseguido de un camino de luces amarillas.

Al llegar al Mirador, los cabellos luchan contra el ventarrón que va y viene sobre la plataforma de asfalto negro que nos mantiene, y más de uno, al bajar de la cúster, alista impaciente su cámara fotográfica o de vídeo, y corre a ganar espacio en ese borde de concreto, que por debajo de cualquier lado que uno elija, deja ver interminables distritos grisáceos, cerros vecinos que parecen súbditos ansiosos de corona, manchas casi imperceptibles de viviendas inanimadas y millones de puntos morosos distribuidos en su propia rutina. 

Un espectáculo cartográfico o como dicen algunos, vespuciano, si el mar estuviera más cerca. Claro, hay quienes van, también, con los ojos indefensos de un recuerdo humilde, pero son rescatados por aquellos vendedores odiados abajo en la capital, quienes provistos de instantáneas y binoculares, ofrecen sus productos de forma moderada, y la mayoría, alcanza a distinguir admirado un distrito que intentaba huir, un edifico lejano por donde ha pasado tantas veces creyéndolo un gigante implacable. De pronto los flashes al pie la cruz, junto a las flores amarillas y de todos los ángulos posibles que certifiquen un sólo argumento: "sí, yo estuve allá arriba", "mira, yo fui a la cruz del cerro", y en la puerta del minúsculo Museo colonial también posan, preguntan, piden volantes, algún folleto, haciendo valer al máximo los veinte minutos sobre la cumbre itineraria del San Cristóbal.

Si hay calor hay bebidas y pasteles disponibles como en todo lugar turístico, y si hay frío, hay café caliente a la orden para soplar el humo y beberlo hablando de lo impresionante que es sentirse grande desde allí. Entonces, en ese ventarrón que enfría el café no falta un hombre que refresca viejas lecturas de la memoria y recuerda que antiguamente consideraban a los cerros como apus o dioses que cuidaban los extensos valles del pasado, y fue la llegada de los españoles, quienes en busca de apartar a los habitantes de las costumbres idólatras que tenían, plantaron cruces en la parte alta de todos los cerros bautizándolos con el nombre de santos. Es cierto, asiente la cabeza un profesor a lado que se invita a la memoria, y cita a Pizarro, el fundador español quien bautizó al cerro con el nombre de San Cristóbal, en agradecimiento por haber liberado a la Lima de la invasión de Tito Yupanqui, enviado de Manco Inca en 1536.

Estaban dispuestos a luchar y hacer respetar sus derechos sobre los españoles; los nativos intentaban cruzar el río Rímac pero eran arrastrados por las aguas caudalosas de ese tiempo y morían. Por eso es que los españoles decían que era milagro de San Cristóbal y fue así que el nombre del cerro se quedó hasta ahora junto a la cruz.

Los jóvenes que están aprovechan para seguir con los besos del camino, no se sueltan y son, quienes aprovechan bajar por unas gradas con baranda hasta un peñasco rocoso que da a un distrito vecino. Allí si que hay besos elevados y las caricias, sin excepción, son de alto vuelo. Pero los veinte minutos no perdonan. Se han terminado. La guía supervisa los boletos, los asientos de la cúster, cuenta los pasajeros, cierra las puertas y a través del micrófono comienza a describir el regreso mientras el conductor emprende el camino de bajada.

El descenso es breve. 

Nos sumergimos despacio en aquel monstruo urbano que nos empequeñece abriendo las fauces y nos engulle en el distrito de tradición, entre callejuelas rosadas, por el Paseo de Aguas, el Convento de los Descalzos y la Casa de la Perricholi. 

De pronto, sin darnos cuenta, somos nuevamente normales. Aquella monumental maqueta cobra vida y el jirón Trujillo se vuelve angosto. El tráfico y su gente se va quedando atrás para llegar a la Plaza Chabuca Granda y volver a ver de muy lejos, aquel motivo de historia que enorgullece no sólo a los vecinos del Rímac, sino a todo visitante que coincide una frase contundente: es el majestuoso San Cristóbal.

Mensaje de don Sata al compañero Alan

(...Relato absolutamente infernal)

Compañero Alan:

Me quemo de la alegría al saber que has anunciado una y mil veces la pena de muerte en tu sufrido país; ya era tiempo que nos mandes gente aquí al averno. Necesitamos por si no te importa, violadores, terroristas, gente fiel -por no ser infiel- y pecadores de cualquier tipo, y si es posible a ver si nos caes con algún ex presidente dictador -si es japonés mejor- para meterlo en mi brasero o hervirlo hasta quitarle la poca vergüenza que le queda...

Tú sabes Alan, nosotros somos unos demonios, por eso somos patas, porque sólo nos falta la cola, por eso nos llevamos bien... eso sí, siempre en cuando tengas esos arrebatos de maldad que terminan en descalabros económicos de toda una nación o cuando a la gente les dan vuelta en mancha a través de comandos paramilitares como el de Rodrigo Franco que franco franco ya fue de lo peor.. tú me entiendes.

Por eso compañero, aunque me regocija la pena de muerte –...y tu tortuga judicial nos favorece para jalarnos hasta inocentes y todo- te voy a pedir encarecidamente que no me vuelvas a mandar muertitos de penales como la vez pasada, no... esos ya vienen sin fuerza, chancaditos y con yaya. Mira, te voy a recomendar que uses la silla eléctrica o la horca, está de moda después de la muerte de tu tocayo Satán Hussein, esos son los muertos que prefiero por aquí...

¿Cómo? ¿el paredón? ¡...No pues Alan! Ahí ustedes ya se pasan de salvajes, les revientan algún órgano y lo dejan peor que pato en época de caza. Porque si vas a aplicar la pena de muerte tiene que ser a través de una inyección intravenosa para no maltratarlos tanto y se vayan derechito a mi infierno a chambear en los pozos de fuego y azufre donde te aseguro sí que hay calor de hogar...

Además, acuérdate de los deshechos humanos, perdón, digo los izquierdos humanos... porque no te pases pues... yo puedo ser don Sata -don Diablo a secas para los amigos- pero no soy un pobre diablo y no me gusta prometer como hacen algunos con la renta básica de telefónica... y no me vengas con eso de Satán vestido de satén porque no soy travesti; además dónde demonios has visto que yo, don Sata, me vista fashion para andar entre las llamas -¡...no de la sierra sino del infierno, tarado!-.

Una cosa más, Alan. Desde que anunciaste la pena de muerte la gente empieza a llamarte Satán García, por culpa de eso mi gente me está pidiendo que les baje el precio del azufre igual como prometiste con los combustibles y hasta ahora nada...

Esto me está trayendo muchos problemas compañero... con decirte que el bravo de arriba ya me está haciendo la bronca porque dice que te mal aconsejo.

La última vez me mandó al diablo... a mi que soy Satanás. Ah no... yo soy el diablo, me achoré, y me mandó al infierno, pero si yo vivo allí, me volvía achorar, entonces me mandó a la gran flauta porque dice que las trompetas son para sus ángeles. La verdad que no entiendo bien a diosito... se queja que tú le causas diablos azules y a mi ya me duele la cabeza porque todo lo veo al revés con este lío.

De verdad tienes que hacer algo, Alan, y recuerda que si no te molesta mejor te quemo en el infierno antes que te vuelvas a quemar en la política, digo, si quieres nomás.

Insiste con la pena de muerte, yo te apoyo.

Infernalmente tuyo:

Don Sata.